sábado, 15 de marzo de 2014

Testigo de raza.

Testigo de raza

            Espero que mi relato transmita la inexcusable lección que yo he sacado del período histórico que me tocó presenciar desde una in-cómoda cercanía: si ha ocurrido una vez, puede volver a ocurrir; y si ocurrió en Alemania —un país que había crecido con la sabiduría de gigantes como Goethe y Schiller, enriqueciéndose con imperecederas contribuciones de genios de la música como Beethoven, Bach o Brahms—, puede ocurrir en cualquier parte del mundo.

           Los actos de terrorismo y los brutales pogromos motivados por la limpieza racial, religiosa o étnica, así como el poder tribal ejercido por los nazis en Alemania, los han reproducido los afrikáners en Sudáfrica, los serbios en Kosovo, los tutsis en Ruanda, y protestantes y católicos en Irlanda del Norte, por citar sólo unos ejemplos. Al principio, los promotores del racismo no necesitan más que la callada aquiescencia pública. En el caso de la Alemania nazi, primero los alemanes y después el mundo entero hicieron oídos sordos ante las flagrantes violaciones de los derechos humanos que se cometían, hasta que, pasado el tiempo, fue demasiado tarde para impedir que los arquitectos de la locura racial llevaran a cabo sus malvados planes. Ese triste capítulo de la historia humana nos indica que nunca es demasiado pronto para enfrentarse al fanatismo y al racismo, sean cuales sean el momento, el lugar y la forma que asuman para mostrar su desagradable rostro. Responsabilidad de todos es enfrentarse, con tolerancia cero, a cualquier indicio mental o práctico de racismo, por mínimo que sea.

          Los que hemos sufrido la depravación en la que puede caer un país bajo un régimen regido por manipuladores sin escrúpulos tenemos una deuda con los demás seres humanos: la de mantener este infame espectro vivo en la mente de la población.


HansJ. Massaquoi

martes, 11 de marzo de 2014

NECESIDADES Y EXIGENCIAS TODAVÍA

NECESIDADES Y EXIGENCIAS TODAVÍA


En muchos países extranjeros, pequeños o grandes, desde los más remotos tiempos conocidos hasta el nuestro propio, cada uno ha contribuido según su naturaleza, directa o indirectamente, por lo menos, a un gran canto imperecedero, para lo menos, a un gran canto imperecedero, para ayudar a vivificar y acrecer el valor, sabiduría y elegancia de la Humanidad desde los puntos de vista alcanzada por ella hasta la fecha. 

Los magníficos poemas épicos de la India, la propia sagrada Biblia, los cánticos homéricos, los Nibelungos, el Cid Campeador, el Infierno, los dramas de Shakespeare—de pasiones y de señores feudales—, los cantos de Bums, los de Goethe en Alemania, los poemas de Tennyson en Inglaterra, los de Víctor Hugo en Francia, y muchos más, son los ampliamente variados y, sin embargo, integrales signos o marca nacional (en ciertos aspectos los más exaltados por la inteligencia y el alma humanas, más allá de la ciencia, de la invención, el perfeccionamiento político, etcétera), narrando, por los más sutiles y mejores caminos, las dilatadas rutas de la historia y dando identidad al progreso llevado a cabo por la humanidad entera, y las conclusiones asumidas por sus progresivas y variadas civilizaciones.

¿Dónde está el arte de América, en algo semejante al digno espíritu de ella misma y al espíritu moderno, a estos característicos monumentos inmortales? A gran distancia, nuestra sociedad democrática (considerando sus diferentes estratos, en la masa, como uno solo) no posee nada. Ni hemos contribuido, con alguna música característica—lo más hermoso de la nacionalidad—a formar ese indescriptiblemente bello encanto, luminoso, palpitante de sangre, religioso, sentimental, artístico e indefinible, que fundió las partes separadas de las antiguas sociedades feudales, en su maravillosa interpretación del amor, creencias y lealtad, en Europa y en Asia, recorriendo su camino como una trama viviente, y la responsabilidad, el deber y la gloría recorriendo el otro camino, como una urdimbre. (En los Estados del Sur, bajo la esclavitud, ocurre mucho de lo mismo.) Por coincidencia, y como cosas que existen ahora en los Estados, ¿qué es más terrible, más alarmante, que la necesidad total de tal fusión y reciprocidad de amor, creencias y armonía de intereses entre los comparativamente pocos ricos afortunados y las grandes masas de los desafortunados, de los pobres? ¿Cómo tal embarullada cuestión política y social no está llena de oscuras significaciones? ¿No es digna de considerarse como un problema y rompecabezas en nuestra Democracia, una indispensable necesidad, que ha de ser satisfecha?

Walt Whitman

Obras Escogidas, Trad. Concha Zardoya. 2ª ed. Madrid, Aguilar, 1955.