jueves, 25 de septiembre de 2014

Desesperación de José de Espronceda



Desesperación


José de Espronceda

Me gusta ver el cielo
con negros nubarrones
y oír los aquilones
horrísonos bramar,
me gusta ver la noche
sin luna y sin estrellas,
y sólo las centellas la tierra iluminar.

Me agrada un cementerio de
muertos bien relleno, manando
sangre y cieno que impida el respirar,
y allí un sepulturero de tétrica mirada
con mano despiadada los cráneos
machacar.

Me alegra ver la bomba caer mansa
del cielo, e inmóvil en el suelo, sin
mecha al parecer, y luego
embravecida que estalla y que se
agita y rayos mil vomita y muertos
por doquier.

Que el trueno me despierte con su
ronco estampido, y al mundo
adormecido le haga estremecer, que
rayos cada instante caigan sobre él
sin cuento, que se hunda el
firmamento me agrada mucho ver.

La llama de un incendio que corra
devorando y muertos apilando
quisiera yo encender; tostarse allí
un anciano, volverse todo tea, y oír como
chirrea ¡qué gusto!, ¡qué placer!

Me gusta una campiña de nieve
tapizada, de flores despojada, sin
fruto, sin verdor, ni pájaros que
canten, ni sol haya que alumbre y
sólo se vislumbre la muerte en
derredor.

Allá, en sombrío monte, solar
desmantelado, me place en sumo
grado la luna al reflejar, moverse las
veletas con áspero chirrido igual al
alarido que anuncia el expirar.

Me gusta que al Averno
lleven a tos mortales y allí
todos los males les hagan
padecer; les abran las
entrañas, les rasguen los
tendones, rompan los
corazones sin de ayes caso
hacer.

Insólita avenida que inunda
fértil vega, de cumbre en
cumbre llega, y arrasa por
doquier; se lleva los ganados
y las vides sin pausa, y
estragos miles causa, ¡qué
gusto!, ¡qué placer!

Las voces y las risas, el juego,
las botellas, en tomo de las
bellas alegres apurar; y en
sus lascivas bocas, con
voluptuoso halago, un beso a
cada trago alegres estampar.

Romper después las copas,
los platos, las barajas, y
abiertas las navajas,
buscando el corazón; oír
luego los brindis mezclados
con quejidos que lanzan los
heridos en llanto y confusión.

Me alegra oír al uno pedir a
voces vino, mientras que su
vecino se cae en un rincón; y
que otros ya borrachos, en
trino desusado, cantan al
dios vendado impúdica
canción.

Me agradan las queridas
tendidas en los lechos, sin
chales en los pechos y flojo el
cinturón, mostrando sus
encantos, sin orden el
cabello, al aire el muslo
bello... ¡Qué gozo!, ¡qué ilusión!