Desesperación
José de
Espronceda
Me
gusta ver el cielo
con negros
nubarrones
y oír los
aquilones
horrísonos
bramar,
me gusta ver la
noche
sin luna y sin
estrellas,
y sólo las centellas la tierra iluminar.
Me
agrada un cementerio de
muertos bien relleno, manando
sangre y cieno que impida
el respirar,
y allí un sepulturero de tétrica mirada
con mano despiadada los
cráneos
machacar.
Me
alegra ver la bomba caer mansa
del cielo, e inmóvil en el suelo, sin
mecha al
parecer, y luego
embravecida que estalla y que se
agita y rayos mil vomita y
muertos
por doquier.
Que
el trueno me despierte con su
ronco estampido, y al mundo
adormecido le haga
estremecer, que
rayos cada instante caigan sobre él
sin cuento, que se hunda el
firmamento me agrada mucho ver.
La
llama de un incendio que corra
devorando y muertos apilando
quisiera yo
encender; tostarse allí
un anciano, volverse todo tea, y oír como
chirrea ¡qué
gusto!, ¡qué placer!
Me
gusta una campiña de nieve
tapizada, de flores despojada, sin
fruto, sin
verdor, ni pájaros que
canten, ni sol haya que alumbre y
sólo se vislumbre la
muerte en
derredor.
Allá,
en sombrío monte, solar
desmantelado, me place en sumo
grado la luna al
reflejar, moverse las
veletas con áspero chirrido igual al
alarido que anuncia
el expirar.
Me
gusta que al Averno
lleven a tos mortales y allí
todos los males les hagan
padecer; les abran las
entrañas, les rasguen los
tendones, rompan los
corazones
sin de ayes caso
hacer.
Insólita
avenida que inunda
fértil vega, de cumbre en
cumbre llega, y arrasa por
doquier; se lleva los ganados
y las vides sin pausa, y
estragos miles causa, ¡qué
gusto!, ¡qué placer!
Las
voces y las risas, el juego,
las botellas, en tomo de las
bellas alegres
apurar; y en
sus lascivas bocas, con
voluptuoso halago, un beso a
cada trago
alegres estampar.
Romper
después las copas,
los platos, las barajas, y
abiertas las navajas,
buscando el
corazón; oír
luego los brindis mezclados
con quejidos que lanzan los
heridos en
llanto y confusión.
Me
alegra oír al uno pedir a
voces vino, mientras que su
vecino se cae en un
rincón; y
que otros ya borrachos, en
trino desusado, cantan al
dios vendado
impúdica
canción.
Me
agradan las queridas
tendidas en los lechos, sin
chales en los pechos y flojo
el
cinturón, mostrando sus
encantos, sin orden el
cabello, al aire el muslo
bello... ¡Qué gozo!, ¡qué ilusión!
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