UNA CARTA A ALEMANIA 1946
¡Es curioso lo que ocurre con las
cartas de vuestro país! Durante muchos meses una carta procedente de Alemania
significó para mí un acontecimiento raro en verdad y casi siempre fausto. Me
traía la noticia de que algún amigo continuaba con vida, después de mucho
tiempo de no saber nada de él y de haberme preocupado a su respecto. Y
significaba un pequeño vínculo, por muy inseguro y casual que fuese, con el
país que hablaba mi lengua, al cual yo había confiado la obra de mi vida y que
hasta hace algunos años me había dado el pan y la justificación moral de mi
trabajo. Una carta semejante llegaba siempre por sorpresa, siempre por caminos
y atajos inesperados, no contenía habladurías sino sólo cosas importantes, y
con frecuencia había sido escrita precipitadamente, mientras la esperaba un
camión de la Cruz Roja o un emigrante que volvía a su casa, o llegaba meses
después de haber sido escrita en Hamburgo, Halle o Nuremberg y de dar un rodeo
por Francia o América, adonde la había llevado consigo un amable soldado con
ocasión de un permiso.
Después las cartas se hicieron más
largas y frecuentes, y empezaron a llegar muchas de los campos de prisioneros
de todos los países, tristes hojas de papel escritas tras las alambradas de campos
en Egipto y Siria, Francia, Italia, Inglaterra, Estados Unidos, y entre estas
cartas había muchas que no me procuraban ninguna alegría y a las que no tardé
en perder el gusto de contestar. En la mayoría de estas cartas de prisioneros
abundaban las quejas, abundaban también los insultos, se pedían ayudas
imposibles, se prodigaban ironías acerca de Dios y se criticaba el mundo y a veces
incluso se insinuaban amenazas de una próxima guerra. Habia nobles excepciones,
pero eran muy raras. En general sólo hablaban de lo mucho que tenían que
soportar y se quejaban amargamente de la injusticia del prolongado cautiverio.
De los otros, de los que como soldados alemanes habían disparado contra el
mundo durante años, no se decía ni una sola palabra. Yo recordaba siempre una
frase de un libro sobre la guerra escrito por un alemán durante la época de la
marcha sobre Rusia. El autor, por otra parte inofensivo y tolerablemente libre
de la mentalidad nazi, confesaba en él que la idea de morir atormentaba
bastante a todos los soldados, mientras que la otra, la idea de matar, era
considerada únicamente una cuestión "táctica". Todos los autores de
estas cartas daban la culpa a Hitler, ninguno era cómplice.
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Autoretrato en: http://www.mascultura.com.mx/anivluc_hermann_hesse |
Un prisionero en Francia, que no era
ningún niño sino un industrial y padre de familia, con doctorado y extensa
cultura, me formulaba la pregunta: ¿qué debía haber hecho, en mi opinión, un
alemán digno y decente durante los años de Hitler? No habría podido evitar nada
ni hacer nada contra Hitler, pues esto hubiera significado una locura, la
pérdida del pan y la libertad y, finalmente, incluso la vida. La devastación
de Polonia y Rusia, el sitio y después la demente resistencia de Stalingrado
hasta el terrible final tampoco había carecido de peligro, y sin embargo los
soldados alemanes se comportaron con total entrega. ¿Y por qué no habían
descubierto a Hitler hasta 1933? ¿No tendrían ya que haberle conocido por lo
menos desde el putsch de Munich? ¿Por qué no habían aprovechado el único fruto
esperanzador de la primera guerra mundial, la república alemana, y en lugar de
apoyarla y colaborar con ella la habían saboteado casi unánimemente y optado
después por Hitler, bajo el cual ser un hombre decente significaba un peligro
mortal? Yo recordaba a los autores de semejantes cartas que la desgracia
alemana no había empezado con Hitler, y que ya en el verano de 1914 el
frenético júbilo del pueblo ante el mezquino ultimátum austríaco a Serbia
hubiese debido poner en guardia a muchos. Les relaté lo que tuvimos que luchar
y sufrir durante aquellos años Romain Rolland, Stefan Zweig, Franz Masereel,
Annette Kolb y yo. Pero esto no inmutó a ninguno de ellos, no querían escuchar
ninguna respuesta, ninguno queria entrar realmente en una discusión ni hacer
el esfuerzo de pensar y aprender.
También me escribió un venerable y
anciano sacerdote alemán, un hombre piadoso que bajo el mandato de Hitler
había resistido valientemente y sufrido lo suyo: no había leído hasta ahora
mis consideraciones, escritas veinticinco años atrás, sobre la primera guerra
mundial, y como alemán y como cristiano coincidía conmigo palabra por palabra.
Pero también debía decir a fuer de sincero que si hubiera leido estos escritos
entonces, cuando eran nuevos y actuales, los habría repudiado con indignación
porque en aquella época, como cualquier alemán decente, era un patriota y un
nacionalista convencido.
Las cartas se hicieron más y más frecuentes,
y ahora, desde que me llegan por correo ordinario, mi casa se ve invadida día
tras día por un pequeño diluvio, más de lo que conviene y de lo que puedo leer.
Existen cientos de remitentes, pero en el fondo sólo hay cinco o seis clases de
cartas. Con excepción de unos pocos documentos totalmente auténticos,
personales e irrepetibles de esta época de gran aflicción —y entre estos pocos
se cuenta como uno de los mejores su preciada carta—, todos estos escritos
son expresión de determinadas actitudes y necesidades, siempre reiteradas y a
menudo reconocibles demasiado fácilmente. Muchos de sus autores quieren
aseverar, consciente o inconscientemente, su inocencia en la tragedia alemana,
en parte de cara al destinatario, en parte de cara a la censura y en parte de
cara a sí mismos, y no pocos de ellos tienen sin duda buenos motivos para
realizar estos esfuerzos.
Existen, por ejemplo, todos aquellos
viejos conocidos que antes me escribieron durante años y que dejaron de hacerlo
en el momento en que observaron que mantener correspondencia conmigo, una
persona muy vigilada, podía acarrearles algo desagradable. Ahora me comunican
que están vivos, que siempre han pensado efusivamente en mí y me han envidiado
la suerte de vivir en el paraíso de Suiza, y que, como ya puedo imaginarme,
nunca han simpatizado con estos malditos nazis. Sin embargo, muchos de estos
conocidos han sido miembros del Partido durante años. Ahora me explican
detalladamente que todos estos años han estado siempre con un pie en el campo
de concentración, y yo tengo que contestarles que sólo puedo tomar en serio a
los enemigos de Hitler que han estado con ambos pies en aquellos campos, y no
a los que tenían uno en el campo y otro en el Partido. También les recuerdo que
los residentes en el "paraíso" de Suiza teníamos que contar todos los
días durante los años de guerra con la amistosa visita de los demonios pardos,
y que en nuestro paraíso las cárceles y los patíbulos esperaban a los que
estábamos en la lista negra. De todos modos he de reconocer que de vez en
cuando los nuevos organizadores de Europa nos ofrecían a las ovejas negras
cebos muy atractivos. Por ejemplo, yo recibí bastante tarde y ante mi asombro,
a través de un conciudadano y colega de nombre conocido, la invitación de
visitar Zurich por cuenta "suya" para dialogar juntos sobre mi
ingreso en la Asociación de Colaboracionistas Europeos, fundada por el
ministerio Rosenberg.
También existen ingenuas aves de paso
que me escriben que alrededor de 1934, después de enconadas luchas interiores,
ingresaron en el Partido para ejercer desde él una bienhechora influencia
contra sus elementos salvajes y brutales, etc.
Otros tienen complejos más privados y
encuentran, mientras viven en profunda aflicción y están rodeados de
aflicciones mucho más importantes, papel, tinta, tiempo y temperamento en
abundancia para manifestarme en largas cartas su hondo desprecio por Thomas
Mann y su sentimiento y su indignación por el hecho de que yo sea amigo de
semejante hombre.
Otro grupo está formado por algunos
colegas y amigos de tiempos pasados que todos estos años pasearon abierta e
inequívocamente en el carro triunfal de Hitler. Ahora me escriben cartas de
amabilidad conmovedora, me cuentan con detalle su vida cotidiana, los daños
causados por las bombas, sus apuros domésticos, la vida de sus hijos y nietos,
como si no hubiera ocurrido nada, como si no se interpusiera nada entre
nosotros, como si no hubieran colaborado en la muerte de los parientes y amigos
de mi mujer, que es judía, y en el descrédito y finalmente la destrucción de
toda mi obra. Ni uno de ellos escribe que lo lamenta, que ahora ve las cosas de
otro modo, que estaba obcecado. Y ni uno solo escribe tampoco que ha sido nazi
y seguirá siéndolo, que no lamenta nada y continúa fiel a su causa. ¿Dónde hay
un solo nazi que siga fiel a su causa cuando esta causa se ha hundido? ¡Oh!, es
para provocar náuseas.
Un número menor de corresponsales
espera de mí que ahora recupere la nacionalidad alemana, vuelva a mi país y
colabore en su reeducación. Pero son muchos más los que me exhortan a levantar
mi voz por todo el mundo y protestar como neutral y representante de la
humanidad contra los abusos o las negligencias de los ejércitos de ocupación.
¡Qué ingenuo es esto, qué total ignorancia supone del mundo y de la actualidad,
qué conmovedora y vergonzosamente infantil resulta!
Es probable que a usted no le causen
asombro todas estas insensateces en parte pueriles y en parte maliciosas, pues
es posible que las conozca mejor que yo. Me indica usted que me ha escrito una
larga carta sobre la situación espiritual de su pobre patria, pero que no me la
ha remitido por motivos de censura. Pues bien, yo quería darle sólo una idea de
lo que ahora me ocupa la mayor parte del día, y al mismo tiempo explicarle por
qué hago imprimir esta carta que le escribo. Como es natural, me resulta
imposible contestar los montones de cartas que, en su mayoría, me piden y
esperan de mí cosas impracticables, pero entre ellas hay algunas de las cuales
no puedo inhibirme. Ahora enviaré a sus autores esta carta impresa, aunque sólo
sea porque todos se preocupan por mí con tan buena intención.
Su grata carta no puede clasificarse
bajo ninguna categoría, no contiene una sola palabra rutinaria y tampoco
-¡maravilloso en la Alemania actual!- una sola palabra de queja o de acusación.
Su carta valiente e inteligente, y lo
que contiene sobre su propio destino, me ha conmovido profundamente. ¡De modo
que también usted, como nuestro fiel amigo, ha sido largo tiempo espiado,
retenido en los calabozos de la Gestapo e incluso condenado a muerte! Al leerlo
he sentido un hondo pesar, tanto más cuanto que mis cartas, pese a toda la
cautela, han incrementado su desazón, pero en realidad sus noticias no me han
sorprendido. Porque a usted no le he imaginado jamás con un pie en la cárcel o
el campo y el otro en el Partido, sino que nunca he dudado de que es valiente y
está despierto, como conviene a sus ojos claros y a su inteligencia, y de que
estaba en el lado correcto. Y por añadidura corrió el más grave peligro.
Verá, con la mayoría de mis
corresponsales alemanes tengo poco de qué hablar. Hay muchas cosas similares a
las ocurridas al final de la primera guerra mundial, y actualmente soy más viejo
y desconfiado que entonces. Así como hoy todos mis amigos alemanes están de
acuerdo a la hora de enjuiciar a Hitler, también lo estuvieron entonces,
cuando se fundó la república alemana, al enjuiciar al militarismo, la guerra y
la violencia. Todo el mundo fraternizó, algo tarde pero con efusión, con
nosotros los antibelicistas, y Gandhi y Rolland fueron venerados casi como
santos. "¡Nunca más la guerra!", era el eslogan. Pero algunos años
después Hitler pudo atreverse a su putsch de Munich. Por eso no tomo demasiado
en serio la unanimidad actual en condenar a Hitler, y no veo en ella la mínima
garantía de un cambio de actitud política, ni siquiera de un conocimiento y una
experiencia política. Pero tomo en serio, y muy en serio, el cambio de actitud,
la purificación y la madurez de todo individuo que, en la terrible aflicción,
en el doloroso martirio de estos años, se ha abierto al camino hacia sí mismo,
al camino hacia el corazón del mundo, a la vista de la eterna realidad de la
vida. Estos hombres han sentido, experimentado y sufrido el gran misterio
exactamente igual como yo lo sentí en los amargos años posteriores a 1914, sólo
que ha ocurrido bajo una presión mucho mayor, bajo sufrimientos más duros, y
no cabe duda de que son innumerables los que en el camino hacia este despertar
y esta experiencia se han derrumbado y han muerto antes de poder alcanzar la
madurez.
Tras las alambradas de un campo de
prisioneros en África me escribe un capitán alemán sobre recuerdos de La casa
de los muertos de Dostoievski y de Siddharta, sobre sus esfuerzos, en medio de
una vida despiadada que sólo permite momentos de soledad, por recorrer el
sendero de la contemplación y llegar a su interior "sin que la voluntad de
separación de todos los primeros planos se haga definitiva". Un antiguo
prisionero de la Gestapo escribe: "He aprendido mucho gracias al
cautiverio, y las penas burguesas ya no me afligen". Éstas son
experiencias positivas, testimonios de la vida real, y podría mencionar muchas
otras frases similares si tuviera el tiempo y la vista para releer todas estas
cartas.
Su pregunta sobre mi estado es fácil
de contestar. Soy viejo y estoy cansado, y la destrucción de mi obra, iniciada
por los ministerios de Hitler y culminada por las bombas americanas, ha dado a
mis últimos años un tono general de decepción y pena. Mi consuelo reside en que
este tono es dominado a veces por muchas pequeñas melodías y aún me es posible
vivir muchas horas en el reino de lo eterno. Para que quede algo de mi obra, de
vez en cuando hago imprimir una edición suiza de algún libro agotado desde hace
años; no pasa de ser un gesto, ya que naturalmente estas impresiones existen
sólo para Suiza.
La edad y el anquilosamiento hacen
progresos, muchas veces la sangre se niega a regar debidamente el cerebro. Pero
estos males también tienen a fin de cuentas su lado bueno: ya no se percibe
todo con tanta claridad y vehemencia, muchas cosas no se oyen bien, no se
siente en absoluto más de un golpe o alfilerazo, y una parte del ser, la que
una vez se llamó Yo, ya está donde pronto estará todo.
Entre las cosas buenas para cuya
percepción y goce todavía me quedan órganos, que todavía me procuran placer y
dominan los tonos sombríos, se cuentan los raros, pero así y todo claros,
indicios de la supervivencia de una Alemania espiritual auténtica, que ahora
busco y no encuentro en la actividad de los actuales dirigentes de la cultura y
demócratas coyunturales, pero que sí aparecen en las felices expresiones de
preparación, decisión y valentía, de confianza y esperanza sin ilusiones, como
las sintetizadas en su carta. Por ello le doy las gracias. Cuidad el germen,
manteneos fieles a la luz y el espíritu; sois muy pocos, pero sois tal vez la
sal de la tierra.
Hermann Hesse
Sobre la guerra y la paz.
Barcelona, Noguer, 2003