viernes, 12 de diciembre de 2014

De nuevo Hermann Hesse. De lectura obligatoria....




UNA CARTA A ALEMANIA 1946

¡Es curioso lo que ocurre con las cartas de vuestro país! Durante muchos meses una carta procedente de Alemania signi­ficó para mí un acontecimiento raro en verdad y casi siempre fausto. Me traía la noticia de que algún amigo continuaba con vida, después de mucho tiempo de no saber nada de él y de haberme preocupado a su respecto. Y significaba un pequeño vínculo, por muy inseguro y casual que fuese, con el país que hablaba mi lengua, al cual yo había confiado la obra de mi vida y que hasta hace algunos años me había dado el pan y la justifica­ción moral de mi trabajo. Una carta semejante llegaba siempre por sorpresa, siempre por caminos y atajos inesperados, no con­tenía habladurías sino sólo cosas importantes, y con frecuencia había sido escrita precipitadamente, mientras la esperaba un camión de la Cruz Roja o un emigrante que volvía a su casa, o llegaba meses después de haber sido escrita en Hamburgo, Halle o Nuremberg y de dar un rodeo por Francia o América, adonde la había llevado consigo un amable soldado con ocasión de un permiso.

Después las cartas se hicieron más largas y frecuentes, y empe­zaron a llegar muchas de los campos de prisioneros de todos los países, tristes hojas de papel escritas tras las alambradas de cam­pos en Egipto y Siria, Francia, Italia, Inglaterra, Estados Unidos, y entre estas cartas había muchas que no me procuraban ninguna alegría y a las que no tardé en perder el gusto de contestar. En la mayoría de estas cartas de prisioneros abundaban las quejas, abundaban también los insultos, se pedían ayudas imposibles, se prodigaban ironías acerca de Dios y se criticaba el mundo y a veces incluso se insinuaban amenazas de una próxima guerra. Habia nobles excepciones, pero eran muy raras. En general sólo hablaban de lo mucho que tenían que soportar y se quejaban amargamente de la injusticia del prolongado cautiverio. De los otros, de los que como soldados alemanes habían disparado con­tra el mundo durante años, no se decía ni una sola palabra. Yo recordaba siempre una frase de un libro sobre la guerra escrito por un alemán durante la época de la marcha sobre Rusia. El autor, por otra parte inofensivo y tolerablemente libre de la men­talidad nazi, confesaba en él que la idea de morir atormentaba bastante a todos los soldados, mientras que la otra, la idea de matar, era considerada únicamente una cuestión "táctica". Todos los autores de estas cartas daban la culpa a Hitler, ningu­no era cómplice.

HermannHesse-Home.jpg
Autoretrato
en: http://www.mascultura.com.mx/anivluc_hermann_hesse
Un prisionero en Francia, que no era ningún niño sino un industrial y padre de familia, con doctorado y extensa cultura, me formulaba la pregunta: ¿qué debía haber hecho, en mi opinión, un alemán digno y decente durante los años de Hitler? No habría podido evitar nada ni hacer nada contra Hitler, pues esto hubiera significado una locura, la pérdida del pan y la libertad y, final­mente, incluso la vida. La devastación de Polonia y Rusia, el sitio y después la demente resistencia de Stalingrado hasta el terrible final tampoco había carecido de peligro, y sin embargo los solda­dos alemanes se comportaron con total entrega. ¿Y por qué no habían descubierto a Hitler hasta 1933? ¿No tendrían ya que haberle conocido por lo menos desde el putsch de Munich? ¿Por qué no habían aprovechado el único fruto esperanzador de la pri­mera guerra mundial, la república alemana, y en lugar de apoyarla y colaborar con ella la habían saboteado casi unánime­mente y optado después por Hitler, bajo el cual ser un hombre decente significaba un peligro mortal? Yo recordaba a los autores de semejantes cartas que la desgracia alemana no había empeza­do con Hitler, y que ya en el verano de 1914 el frenético júbilo del pueblo ante el mezquino ultimátum austríaco a Serbia hubiese debido poner en guardia a muchos. Les relaté lo que tuvimos que luchar y sufrir durante aquellos años Romain Rolland, Stefan Zweig, Franz Masereel, Annette Kolb y yo. Pero esto no inmutó a ninguno de ellos, no querían escuchar ninguna respuesta, nin­guno queria entrar realmente en una discusión ni hacer el esfuer­zo de pensar y aprender.

También me escribió un venerable y anciano sacerdote ale­mán, un hombre piadoso que bajo el mandato de Hitler había re­sistido valientemente y sufrido lo suyo: no había leído hasta aho­ra mis consideraciones, escritas veinticinco años atrás, sobre la primera guerra mundial, y como alemán y como cristiano coinci­día conmigo palabra por palabra. Pero también debía decir a fuer de sincero que si hubiera leido estos escritos entonces, cuando eran nuevos y actuales, los habría repudiado con indignación porque en aquella época, como cualquier alemán decente, era un patriota y un nacionalista convencido.

Las cartas se hicieron más y más frecuentes, y ahora, desde que me llegan por correo ordinario, mi casa se ve invadida día tras día por un pequeño diluvio, más de lo que conviene y de lo que puedo leer. Existen cientos de remitentes, pero en el fondo sólo hay cinco o seis clases de cartas. Con excepción de unos pocos documentos totalmente auténticos, personales e irrepeti­bles de esta época de gran aflicción —y entre estos pocos se cuen­ta como uno de los mejores su preciada carta—, todos estos escri­tos son expresión de determinadas actitudes y necesidades, siem­pre reiteradas y a menudo reconocibles demasiado fácilmente. Muchos de sus autores quieren aseverar, consciente o inconscien­temente, su inocencia en la tragedia alemana, en parte de cara al destinatario, en parte de cara a la censura y en parte de cara a sí mismos, y no pocos de ellos tienen sin duda buenos motivos para realizar estos esfuerzos.

Existen, por ejemplo, todos aquellos viejos conocidos que antes me escribieron durante años y que dejaron de hacerlo en el momento en que observaron que mantener correspondencia con­migo, una persona muy vigilada, podía acarrearles algo desagra­dable. Ahora me comunican que están vivos, que siempre han pensado efusivamente en mí y me han envidiado la suerte de vivir en el paraíso de Suiza, y que, como ya puedo imaginarme, nunca han simpatizado con estos malditos nazis. Sin embargo, muchos de estos conocidos han sido miembros del Partido durante años. Ahora me explican detalladamente que todos estos años han estado siempre con un pie en el campo de concentración, y yo tengo que contestarles que sólo puedo tomar en serio a los enemi­gos de Hitler que han estado con ambos pies en aquellos campos, y no a los que tenían uno en el campo y otro en el Partido. También les recuerdo que los residentes en el "paraíso" de Suiza teníamos que contar todos los días durante los años de guerra con la amistosa visita de los demonios pardos, y que en nuestro paraíso las cárceles y los patíbulos esperaban a los que estába­mos en la lista negra. De todos modos he de reconocer que de vez en cuando los nuevos organizadores de Europa nos ofrecían a las ovejas negras cebos muy atractivos. Por ejemplo, yo recibí bas­tante tarde y ante mi asombro, a través de un conciudadano y colega de nombre conocido, la invitación de visitar Zurich por cuenta "suya" para dialogar juntos sobre mi ingreso en la Aso­ciación de Colaboracionistas Europeos, fundada por el ministerio Rosenberg.

También existen ingenuas aves de paso que me escriben que alrededor de 1934, después de enconadas luchas interiores, ingre­saron en el Partido para ejercer desde él una bienhechora influen­cia contra sus elementos salvajes y brutales, etc.
Otros tienen complejos más privados y encuentran, mientras viven en profunda aflicción y están rodeados de aflicciones mucho más importantes, papel, tinta, tiempo y temperamento en abundancia para manifestarme en largas cartas su hondo despre­cio por Thomas Mann y su sentimiento y su indignación por el hecho de que yo sea amigo de semejante hombre.
Otro grupo está formado por algunos colegas y amigos de tiempos pasados que todos estos años pasearon abierta e inequí­vocamente en el carro triunfal de Hitler. Ahora me escriben car­tas de amabilidad conmovedora, me cuentan con detalle su vida cotidiana, los daños causados por las bombas, sus apuros domés­ticos, la vida de sus hijos y nietos, como si no hubiera ocurrido nada, como si no se interpusiera nada entre nosotros, como si no hubieran colaborado en la muerte de los parientes y amigos de mi mujer, que es judía, y en el descrédito y finalmente la destrucción de toda mi obra. Ni uno de ellos escribe que lo lamenta, que ahora ve las cosas de otro modo, que estaba obcecado. Y ni uno solo escribe tampoco que ha sido nazi y seguirá siéndolo, que no lamenta nada y continúa fiel a su causa. ¿Dónde hay un solo nazi que siga fiel a su causa cuando esta causa se ha hundido? ¡Oh!, es para provocar náuseas.

Un número menor de corresponsales espera de mí que ahora recupere la nacionalidad alemana, vuelva a mi país y colabore en su reeducación. Pero son muchos más los que me exhortan a levantar mi voz por todo el mundo y protestar como neutral y representante de la humanidad contra los abusos o las negligen­cias de los ejércitos de ocupación. ¡Qué ingenuo es esto, qué total ignorancia supone del mundo y de la actualidad, qué conmove­dora y vergonzosamente infantil resulta!

Es probable que a usted no le causen asombro todas estas insensateces en parte pueriles y en parte maliciosas, pues es posi­ble que las conozca mejor que yo. Me indica usted que me ha escrito una larga carta sobre la situación espiritual de su pobre patria, pero que no me la ha remitido por motivos de censura. Pues bien, yo quería darle sólo una idea de lo que ahora me ocu­pa la mayor parte del día, y al mismo tiempo explicarle por qué hago imprimir esta carta que le escribo. Como es natural, me resulta imposible contestar los montones de cartas que, en su mayoría, me piden y esperan de mí cosas impracticables, pero entre ellas hay algunas de las cuales no puedo inhibirme. Ahora enviaré a sus autores esta carta impresa, aunque sólo sea porque todos se preocupan por mí con tan buena intención.

Su grata carta no puede clasificarse bajo ninguna categoría, no contiene una sola palabra rutinaria y tampoco -¡maravilloso en la Alemania actual!- una sola palabra de queja o de acusación.

Su carta valiente e inteligente, y lo que contiene sobre su propio destino, me ha conmovido profundamente. ¡De modo que tam­bién usted, como nuestro fiel amigo, ha sido largo tiempo espiado, retenido en los calabozos de la Gestapo e incluso condenado a muerte! Al leerlo he sentido un hondo pesar, tanto más cuanto que mis cartas, pese a toda la cautela, han incrementado su desa­zón, pero en realidad sus noticias no me han sorprendido. Porque a usted no le he imaginado jamás con un pie en la cárcel o el campo y el otro en el Partido, sino que nunca he dudado de que es valiente y está despierto, como conviene a sus ojos claros y a su inteligencia, y de que estaba en el lado correcto. Y por añadi­dura corrió el más grave peligro.

Verá, con la mayoría de mis corresponsales alemanes tengo poco de qué hablar. Hay muchas cosas similares a las ocurridas al final de la primera guerra mundial, y actualmente soy más vie­jo y desconfiado que entonces. Así como hoy todos mis amigos alemanes están de acuerdo a la hora de enjuiciar a Hitler, tam­bién lo estuvieron entonces, cuando se fundó la república alema­na, al enjuiciar al militarismo, la guerra y la violencia. Todo el mundo fraternizó, algo tarde pero con efusión, con nosotros los antibelicistas, y Gandhi y Rolland fueron venerados casi como santos. "¡Nunca más la guerra!", era el eslogan. Pero algunos años después Hitler pudo atreverse a su putsch de Munich. Por eso no tomo demasiado en serio la unanimidad actual en conde­nar a Hitler, y no veo en ella la mínima garantía de un cambio de actitud política, ni siquiera de un conocimiento y una experiencia política. Pero tomo en serio, y muy en serio, el cambio de actitud, la purificación y la madurez de todo individuo que, en la terrible aflicción, en el doloroso martirio de estos años, se ha abierto al camino hacia sí mismo, al camino hacia el corazón del mundo, a la vista de la eterna realidad de la vida. Estos hombres han sentido, experimentado y sufrido el gran misterio exactamente igual como yo lo sentí en los amargos años posteriores a 1914, sólo que ha ocurrido bajo una presión mucho mayor, bajo sufrimien­tos más duros, y no cabe duda de que son innumerables los que en el camino hacia este despertar y esta experiencia se han derrumbado y han muerto antes de poder alcanzar la madurez.

Tras las alambradas de un campo de prisioneros en África me escribe un capitán alemán sobre recuerdos de La casa de los muertos de Dostoievski y de Siddharta, sobre sus esfuerzos, en medio de una vida despiadada que sólo permite momentos de soledad, por recorrer el sendero de la contemplación y llegar a su interior "sin que la voluntad de separación de todos los primeros planos se haga definitiva". Un antiguo prisionero de la Gestapo escribe: "He aprendido mucho gracias al cautiverio, y las penas burguesas ya no me afligen". Éstas son experiencias positivas, testimonios de la vida real, y podría mencionar muchas otras fra­ses similares si tuviera el tiempo y la vista para releer todas estas cartas.

Su pregunta sobre mi estado es fácil de contestar. Soy viejo y estoy cansado, y la destrucción de mi obra, iniciada por los ministerios de Hitler y culminada por las bombas americanas, ha dado a mis últimos años un tono general de decepción y pena. Mi consuelo reside en que este tono es dominado a veces por muchas pequeñas melodías y aún me es posible vivir muchas horas en el reino de lo eterno. Para que quede algo de mi obra, de vez en cuando hago imprimir una edición suiza de algún libro agotado desde hace años; no pasa de ser un gesto, ya que naturalmente estas impresiones existen sólo para Suiza.

La edad y el anquilosamiento hacen progresos, muchas veces la sangre se niega a regar debidamente el cerebro. Pero estos males también tienen a fin de cuentas su lado bueno: ya no se percibe todo con tanta claridad y vehemencia, muchas cosas no se oyen bien, no se siente en absoluto más de un golpe o alfilera­zo, y una parte del ser, la que una vez se llamó Yo, ya está donde pronto estará todo.


Entre las cosas buenas para cuya percepción y goce todavía me quedan órganos, que todavía me procuran placer y dominan los tonos sombríos, se cuentan los raros, pero así y todo claros, indicios de la supervivencia de una Alemania espiritual auténtica, que ahora busco y no encuentro en la actividad de los actuales dirigentes de la cultura y demócratas coyunturales, pero que sí aparecen en las felices expresiones de preparación, decisión y valentía, de confianza y esperanza sin ilusiones, como las sinteti­zadas en su carta. Por ello le doy las gracias. Cuidad el germen, manteneos fieles a la luz y el espíritu; sois muy pocos, pero sois tal vez la sal de la tierra.

Hermann Hesse
Sobre la guerra y la paz.
Barcelona, Noguer, 2003

No hay comentarios:

Publicar un comentario