domingo, 5 de abril de 2015

...Un día de Guerra a través de la lupa de Peter Englund

Domingo, 25 de abril de 1915
Rafael de Nogales ve cómo se destruyen
dos de los mayores santuarios de Van

Amanece. Se despierta del sueño acostado en una locura de plumas y seda de color verde Nilo. La estancia que lo rodea está decorada en la misma línea que el lujoso lecho: del cielo raso pende una lám­para árabe de cristales de colores encuadrados en bronce, en el suelo hay alfombras anudadas a mano y un soporte para espadas y sables de adorno forjados en acero damasquino. También hay valiosas fi­gurillas de porcelana de Sévres. Esto era antes el dormitorio de una mujer; lo ha deducido por los lápices de ojos y las barras de carmín que hay tirados en una mesilla.
A lo lejos la artillería turca empieza a cobrar vida. Las baterías van abriendo fuego una tras otra. Sus penetrantes explosiones se suman al tapiz cada vez más denso de ruidos hasta que todo vuelve a sonar como de costumbre: estampidos, estallidos, cañonazos, gol­pes, truenos, disparos, chillidos.
Más tarde monta en su caballo y se va. Esta mañana inspeccio­nará el sector oriental.
Rafael de Nogales se encuentra extramuros de la antigua ciudad armenia de Van, situada en una de las provincias del nordeste del Imperio Otomano, muy próxima a Persia, y cuya frontera con
Rusia se encuentra a solo unos 150 kilómetros en línea recta hacia el norte. En la ciudad se ha organizado una rebelión. De Nogales pertenece a una de las fuerzas designadas para sofocarla.
La situación es complicada. Los rebeldes armenios han tomado el antiguo casco amurallado de la ciudad, y también el suburbio de Aikesdan. Las fuerzas del gobernador turco han hecho suya la ciudadela en lo alto del peñasco que domina la ciudad, además del resto de la zona edificada circundante. Y en algún lugar en dirección norte hay un cuerpo de ejército ruso, momentáneamente detenido en el casi intransitable paso de montaña de Kotur Tepe pero que, teóricamente, está a menos de un día de marcha de distancia. En ambos bandos los ánimos oscilan entre la esperanza y la desesperación, entre el terror y la confianza. Los armenios cristianos no tienen otra opción; saben que deben resistir hasta que lleguen los refuerzos rusos. Y sus contendientes musulmanes saben que deben ganar la batalla antes de que los rusos aparezcan por el horizonte y sitiadores y sitiados intercambien sus roles.
Esto explica, en parte, la extraordinaria brutalidad de los combates. Ninguno de los dos bandos toma prisioneros. Durante toda su estancia en Van, De Nogales solo verá a tres armenios vivos de cerca: un camarero, un intérprete y un hombre hallado en el fondo ¡de un pozo en el que, tras huir de los suyos por motivos descono­cidos, había pasado nueve días. Este último es interrogado y alimentado hasta que recobra medianamente las fuerzas; acto seguido es fusilado «sin mayores preámbulos». Las crueldades también tie­nen su origen en el hecho de que el grueso de los contendientes son soldados irregulares, es decir, entusiastas, voluntarios, civiles quienes de repente se les han entregado tanto armas como una limitada capacidad de ajustar viejas cuentas —reales o imagina­rias— y de impedir ofensas futuras —reales o imaginarias—. Entre las fuerzas que De Nogales tiene a su mando se incluyen grupos de guerreros kurdos, gendarmes locales, oficiales turcos en la reserva y ashiretes de Circasia, amén de simples bandas de malhe­chores.
La guerra proporciona excusas y pretextos, crea rumores, inte­rrumpe la transmisión de noticias, simplifica el pensamiento, nor­maliza la violencia. Hay cinco batallones de voluntarios armenios luchando en el bando ruso, y también se está agitando con el fin de desencadenar una rebelión general contra el gobierno otomano. Además, reducidos grupos armados de activistas armenios llevan a cabo actos de sabotaje y asaltos de menor envergadura. Y ya desde finales de 1914 se están repitiendo las masacres contra armenios desarmados, bien como ciegas represalias por los actos cometidos por los activistas, bien como advertencia al resto de armenios, bien para resarcirse de los fiascos en el frente. O simplemente porque es posible hacerlo. Mediante las últimas masacres el alto mando local turco, en su obtuso cinismo, ha desatado la gran rebelión que precisamente esas medidas, fruto de oscuros planteamientos, tenían que impedir.
Rafael de Nogales ya ha oído lo que se rumorea, y escuchado los temores, visto los rastros (refugiados, iglesias quemadas, gru­pos de cadáveres mutilados de armenios al borde de la carretera). En efecto, en una pequeña ciudad de camino a Van vio con sus pro­pios ojos cómo una turba perseguía durante hora y media a todos los armenios varones de la localidad, a todos menos a siete que él mismo salvó a punta de pistola. Eso le ha dejado mal sabor de boca, sin duda. Aquí en Van, sin embargo, la situación es diferente, más fácil. Es oficial del ejército otomano y tiene que sofocar una rebelión armada. Y hacerlo rápido, antes de que cedan las com­puertas de Kotur Tepe. Además, a De Nogales no le gustan los ar­menios. Si bien admira su fidelidad a la fe cristiana, en general le parecen ladinos, avariciosos y desagradecidos. (No es que judíos y árabes despierten en él un gran entusiasmo. No le cuesta nada, en cambio, sentir aprecio por los turcos, «los caballeros de Oriente». Y a los kurdos los respeta, pese a que considera que no son de fiar: los llama una «nación joven y vital».)
La misión de someter a Van es molesta. Los armenios se defien­den con la valentía desesperada y salvaje propia de los que saben que muerte y derrota son palabras sinónimas, a la vez que muchos de los voluntarios que constituyen la compañía de De Nogales son indisciplinados, inexpertos, tercos y, en parte, completamente inúti­les en verdaderos combates. Para colmo, el casco antiguo de Van es un auténtico laberinto de callejuelas, bazares y casas de adobe, donde es tan difícil obtener una visión de conjunto como penetrarlo. Por tanto, se ha delegado el sometimiento de la ciudad a la artillería otomana. Es verdad que la mayoría de los cañones son piezas de museo, antiquísimas lombardas que se cargan por la boca y disparan bola-ños,78 pero De Nogales ha descubierto que estas toscas bolas tienen, a menudo, mayor efecto sobre las casas que las granadas modernas, las cuales, con su potencia, suelen atravesar una pared de barro para salir por otra.
A fuerza de cañonazos, pues, van abriéndose camino por el en­tresijo de callejuelas y calles, manzana a manzana, casa a casa «con el pelo chamuscado y los rostros ennegrecidos por la pólvora, medio sordos por los chasquidos de las ametralladoras y el restallar de fusiles disparados a corta distancia». Cuando una casa ha sido reducida a escombros y sus defensores a cadáveres se le pega fuego a las ruinas para impedir que los armenios regresen a ella al amparo de la oscuridad. Día y noche las gruesas columnas del humo de los incendios se elevan por encima de la ciudad.
Cabalgando por el sector oriental, De Nogales descubre un cañón de campaña semienterrado bajo los humeantes escombros de una casa derruida. Desmonta. Con un arma en la mano y co­rriendo un gran riesgo, consigue que le remolquen la pieza. Un cabo que estaba a su lado recibe un impacto de bala en la cara.
Una hora más tarde se halla en lo alto del parapeto de la ciudadela. Desde allí sigue con sus prismáticos un ataque contra una de las aldeas fortificadas del extrarradio de Van. Junto a él se encuentra el gobernador provincial, Djevded Bey, un caballero en la cuarentena que gusta de conversar sobre literatura, cuya indumentaria se rige por la última moda de París y que por la noche saborea su cena con traje y corbata blanca y una flor recién cortada en el ojal; en otras palabras, se diría que es un hombre muy refinado. Los estrechos lazos que mantiene con el gobierno de Constantinopla y lo despiadado de su carácter lo convierten, sin embargo, en uno de los principales ar­quitectos de la tragedia. De hecho, en el bestiario del incipiente siglo representa un nuevo espécimen: el genocida locuaz de profundas convicciones ideológicas que, sin una arruga en su bien planchada indumentaria, perpetra sus carnicerías sentado tras un escritorio.
De Nogales está de pie junto al gobernador y observa el asalto de la aldea. Ve que trescientos kurdos a caballo les cortan todas las vías de escape a los armenios. Ve que los kurdos pasan a cuchillo a los sobrevivientes. De repente unas balas rozan silbantes el aire junto a De Nogales y el gobernador. Los disparos provienen de un grupo de armenios que han escalado la gran catedral de San Pablo en el casco viejo de Van. Hasta este momento ambos bandos han respetado el antiguo santuario, pero ahora el gobernador da la orden de que lo hagan pedazos. Cosa que, efectivamente, ocurre. Se nece­sitan dos horas de fuego con bolaños para que la elevada y ancestral basílica se derrumbe en medio de una nube de polvo. A estas alturas francotiradores armenios también se han encaramado al minarete de la gran mezquita. Esta vez el gobernador es menos rápido en dar la orden de fuego. De Nogales, sin embargo, no vacila, sino que sen­tencia: «La guerra es la guerra».
«De esta guisa —relata de Nogales— fueron destruidos en un solo día los dos templos principales de Van, los cuales durante casi novecientos años constituyeron sus más renombrados monumentos históricos.»
Ese mismo día William Henry Dawkins baja a tierra en Galípoli.
Ya a las cuatro de la madrugada se despierta y se da un baño de agua caliente. Entre tanto, el buque avanza hacia el noreste con las luces de situación apagadas. Cuando el sol rompe por el hori­zonte echan anclas: a su alrededor las sombras de otros buques, ante ellos la silueta alargada de la península de Galípoli, una forma difusa como pintada a la acuarela. A continuación el de­sayuno y los preparativos para el desembarco. Entonces empiezan a rugir los cañones del acorazado. Dawkins y sus hombres pasan primero a un destructor, que los aproxima a tierra. Del destructor pasan a unas grandes balandras de madera tiradas por lanchas motoras.
Oleaje. Un cielo al alba. Estridentes explosiones. Ve sus prime­ros heridos. Ve los balines de las shrapnel que al explotar caen a chorro perforando con cientos de pequeños surtidores la superficie del agua. Ve la playa cada vez más cerca. Salta de la embarcación. Ve que el agua le llega a los muslos. Oye el sonido de fuego de fu­silería procedente de algún lugar tras las empinadas laderas de la playa. La costa es pedregosa.
A las ocho todos los hombres forman en la orilla con las bayo­netas caladas. Dawkins anota en su diario:

Esperamos en la playa aproximadamente una hora. El general y su Es­tado Mayor pasan de largo. El primero parece estar de excelente humor, lo cual es un buen augurio. Nadie sabe exactamente lo que ha pasado. El resto de nuestra compañía desembarca. Después yo y una patrulla reco­rremos la playa en dirección sur en busca de agua. Encontramos un hoyo lleno en las proximidades de una choza turca, dentro de la cual las perte­nencias de sus moradores están desparramadas por todas partes. Cruza­mos la cresta de una colina y bajamos por un profundo barranco, pero unos infantes detrás de nosotros se ponen a gritar y tenemos que volver. Envío una escuadra a cavar un pozo en las proximidades de la choza, otra a cavar un pozo tubular en el mismo barranco, una tercera para mejorar el caudal de un pequeño manantial que hay junto a la playa. En el ba­rranco próximo a la choza aterrizan enjambres de balas proyectadas de­masiado alto que no han dado en el blanco. Los infantes de la colina de enfrente no dejan de advertirnos con gritos frenéticos que nos están dis­parando. Vaya si nos disparaban.

Y así continúa. Dawkins y sus soldados corren de un lado a otro bajo los haces de balines de las shrapnel, cavan, taladran, pasan tubos. Dos de sus hombres resultan heridos: uno en el codo, el otro en el hombro. El temporizador de una shrapnel le da a él en la bota pero sin producir herida. Hacia las diez de la noche escucha el fragor de un intenso tiroteo —«un sonido magnífico»— prove­ciente de las lomas que se elevan en la playa: un contraataque turco.80 De las elevadas pendientes que mueren en la playa baja un fino pero constante reguero de heridos. Dawkins ve a un coro­nel con evidentes signos de padecer algún tipo de neurosis bélica dando órdenes de abrir fuego contra unas colinas mantenidas por sus propias tropas. Luego ayuda a descargar municiones de una lancha.

Hacia las nueve de la noche se va a acostar, «muerto de cansan­cio». Al cabo de una hora y media, un comandante le despierta co­municándole que la situación es crítica. Durante lo que queda de noche Dawkins se dedica a llevar refuerzos y municiones hasta la muy presionada infantería de la primera línea. El tiroteo dura la noche entera. Dawkins se acostará de nuevo hacia las tres y media de la madrugada.