Domingo,
25 de abril de 1915
Rafael
de Nogales ve cómo se destruyen
dos
de los mayores santuarios de Van
Amanece. Se
despierta del sueño acostado en una locura de plumas y seda de color verde
Nilo. La estancia que lo rodea está decorada en la misma línea que el lujoso
lecho: del cielo raso pende una lámpara árabe de cristales de colores
encuadrados en bronce, en el suelo hay alfombras anudadas a mano y un soporte
para espadas y sables de adorno forjados en acero damasquino. También hay
valiosas figurillas de porcelana de Sévres. Esto era antes el dormitorio de
una mujer; lo ha deducido por los lápices de ojos y las barras de carmín que hay
tirados en una mesilla.
A lo lejos la
artillería turca empieza a cobrar vida. Las baterías van abriendo fuego una
tras otra. Sus penetrantes explosiones se suman al tapiz cada vez más denso de
ruidos hasta que todo vuelve a sonar como de costumbre: estampidos, estallidos,
cañonazos, golpes, truenos, disparos, chillidos.
Más tarde monta
en su caballo y se va. Esta mañana inspeccionará el sector oriental.
Rafael de
Nogales se encuentra extramuros de la antigua ciudad armenia de Van, situada en
una de las provincias del nordeste del Imperio Otomano, muy próxima a Persia, y
cuya frontera con
Rusia se
encuentra a solo unos 150 kilómetros en línea recta hacia el norte. En la
ciudad se ha organizado una rebelión. De Nogales pertenece a una de las fuerzas
designadas para sofocarla.
La situación es
complicada. Los rebeldes armenios han tomado el antiguo casco amurallado de la
ciudad, y también el suburbio de Aikesdan. Las fuerzas del gobernador turco han
hecho suya la ciudadela en lo alto del peñasco que domina la ciudad, además del
resto de la zona edificada circundante. Y en algún lugar en dirección norte hay
un cuerpo de ejército ruso, momentáneamente detenido en el casi intransitable
paso de montaña de Kotur Tepe pero que, teóricamente, está a menos de un día de
marcha de distancia. En ambos bandos los ánimos oscilan entre la esperanza y la
desesperación, entre el terror y la confianza. Los armenios cristianos no tienen
otra opción; saben que deben resistir hasta que lleguen los refuerzos rusos. Y
sus contendientes musulmanes saben que deben ganar la batalla antes de que los
rusos aparezcan por el horizonte y sitiadores y sitiados intercambien sus
roles.
Esto explica,
en parte, la extraordinaria brutalidad de los combates. Ninguno de los dos
bandos toma prisioneros. Durante toda su estancia en Van, De Nogales solo verá
a tres armenios vivos de cerca: un camarero, un intérprete y un hombre hallado
en el fondo ¡de un pozo en el que, tras huir de los suyos por motivos desconocidos,
había pasado nueve días. Este último es interrogado y alimentado hasta que
recobra medianamente las fuerzas; acto seguido es fusilado «sin mayores
preámbulos». Las crueldades también tienen su origen en el hecho de que el grueso
de los contendientes son soldados irregulares, es decir, entusiastas,
voluntarios, civiles quienes de repente se les han entregado tanto armas como
una limitada capacidad de ajustar viejas cuentas —reales o imaginarias— y de
impedir ofensas futuras —reales o imaginarias—. Entre las fuerzas que De
Nogales tiene a su mando se incluyen grupos de guerreros kurdos, gendarmes
locales, oficiales turcos en la reserva y ashiretes de Circasia, amén de
simples bandas de malhechores.
La guerra proporciona excusas y
pretextos, crea rumores, interrumpe la transmisión de noticias, simplifica el
pensamiento, normaliza la violencia. Hay cinco batallones de voluntarios armenios luchando en
el bando ruso, y también se está agitando con el fin de desencadenar una
rebelión general contra el gobierno otomano. Además, reducidos grupos armados
de activistas armenios llevan a cabo actos de sabotaje y asaltos de menor
envergadura. Y ya desde finales de 1914 se están repitiendo las masacres contra
armenios desarmados, bien como ciegas represalias por los actos cometidos por
los activistas, bien como advertencia al resto de armenios, bien para
resarcirse de los fiascos en el frente. O simplemente porque es posible
hacerlo. Mediante las últimas masacres el alto mando local turco, en su obtuso
cinismo, ha desatado la gran rebelión que precisamente esas medidas, fruto de
oscuros planteamientos, tenían que impedir.
Rafael de
Nogales ya ha oído lo que se rumorea, y escuchado los temores, visto los
rastros (refugiados, iglesias quemadas, grupos de cadáveres mutilados de
armenios al borde de la carretera). En efecto, en una pequeña ciudad de camino
a Van vio con sus propios ojos cómo una turba perseguía durante hora y media a
todos los armenios varones de la localidad, a todos menos a siete que él mismo
salvó a punta de pistola. Eso le ha dejado mal sabor de boca, sin duda. Aquí en
Van, sin embargo, la situación es diferente, más fácil. Es oficial del ejército
otomano y tiene que sofocar una rebelión armada. Y hacerlo rápido, antes de que
cedan las compuertas de Kotur Tepe. Además, a De Nogales no le gustan los armenios.
Si bien admira su fidelidad a la fe cristiana, en general le parecen ladinos,
avariciosos y desagradecidos. (No es que judíos y árabes despierten en él un
gran entusiasmo. No le cuesta nada, en cambio, sentir aprecio por los turcos,
«los caballeros de Oriente». Y a los kurdos los respeta, pese a que considera
que no son de fiar: los llama una «nación joven y vital».)
La misión de
someter a Van es molesta. Los armenios se defienden con la valentía
desesperada y salvaje propia de los que saben que muerte y derrota son palabras
sinónimas, a la vez que muchos de los voluntarios que constituyen la compañía
de De Nogales son indisciplinados, inexpertos, tercos y, en parte,
completamente inútiles en verdaderos combates. Para colmo, el casco antiguo de
Van es un auténtico laberinto de callejuelas, bazares y casas de adobe, donde
es tan difícil obtener una visión de conjunto como penetrarlo. Por tanto, se ha
delegado el sometimiento de la ciudad a la artillería otomana. Es verdad que la
mayoría de los cañones son piezas de museo, antiquísimas lombardas que se
cargan por la boca y disparan bola-ños,78 pero De Nogales ha descubierto que
estas toscas bolas tienen, a menudo, mayor efecto sobre las casas que las
granadas modernas, las cuales, con su potencia, suelen atravesar una pared de
barro para salir por otra.
A fuerza de
cañonazos, pues, van abriéndose camino por el entresijo de callejuelas y
calles, manzana a manzana, casa a casa «con el pelo chamuscado y los rostros
ennegrecidos por la pólvora, medio sordos por los chasquidos de las
ametralladoras y el restallar de fusiles disparados a corta distancia». Cuando
una casa ha sido reducida a escombros y sus defensores a cadáveres se le pega
fuego a las ruinas para impedir que los armenios regresen a ella al amparo de
la oscuridad. Día y noche las gruesas columnas del humo de los incendios se
elevan por encima de la ciudad.
Cabalgando por
el sector oriental, De Nogales descubre un cañón de campaña semienterrado bajo
los humeantes escombros de una casa derruida. Desmonta. Con un arma en la mano
y corriendo un gran riesgo, consigue que le remolquen la pieza. Un cabo que
estaba a su lado recibe un impacto de bala en la cara.
Una hora más
tarde se halla en lo alto del parapeto de la ciudadela. Desde allí sigue con
sus prismáticos un ataque contra una de las aldeas fortificadas del extrarradio
de Van. Junto a él se encuentra el gobernador provincial, Djevded Bey, un
caballero en la cuarentena que gusta de conversar sobre literatura, cuya
indumentaria se rige por la última moda de París y que por la noche saborea su
cena con traje y corbata blanca y una flor recién cortada en el ojal; en otras
palabras, se diría que es un hombre muy refinado. Los estrechos lazos que
mantiene con el gobierno de Constantinopla y lo despiadado de su carácter lo
convierten, sin embargo, en uno de los principales arquitectos de la tragedia.
De hecho, en el bestiario del incipiente siglo representa un nuevo
espécimen: el genocida locuaz de profundas convicciones ideológicas que, sin
una arruga en su bien planchada indumentaria, perpetra sus carnicerías sentado
tras un escritorio.
De Nogales está
de pie junto al gobernador y observa el asalto de la aldea. Ve que trescientos
kurdos a caballo les cortan todas las vías de escape a los armenios. Ve que los
kurdos pasan a cuchillo a los sobrevivientes. De repente unas balas rozan
silbantes el aire junto a De Nogales y el gobernador. Los disparos provienen de
un grupo de armenios que han escalado la gran catedral de San Pablo en el casco
viejo de Van. Hasta este momento ambos bandos han respetado el antiguo
santuario, pero ahora el gobernador da la orden de que lo hagan pedazos. Cosa
que, efectivamente, ocurre. Se necesitan dos horas de fuego con bolaños para
que la elevada y ancestral basílica se derrumbe en medio de una nube de polvo.
A estas alturas francotiradores armenios también se han encaramado al minarete
de la gran mezquita. Esta vez el gobernador es menos rápido en dar la orden de
fuego. De Nogales, sin embargo, no vacila, sino que sentencia: «La guerra es
la guerra».
«De esta guisa
—relata de Nogales— fueron destruidos en un solo día los dos templos
principales de Van, los cuales durante casi novecientos años constituyeron sus
más renombrados monumentos históricos.»
Ese mismo día William Henry Dawkins
baja a tierra en Galípoli.
Ya a las cuatro
de la madrugada se despierta y se da un baño de agua caliente. Entre tanto, el
buque avanza hacia el noreste con las luces de situación apagadas. Cuando el
sol rompe por el horizonte echan anclas: a su alrededor las sombras de otros
buques, ante ellos la silueta alargada de la península de Galípoli, una forma
difusa como pintada a la acuarela. A continuación el desayuno y los
preparativos para el desembarco. Entonces empiezan a rugir los cañones del
acorazado. Dawkins y sus hombres pasan primero a un destructor, que los
aproxima a tierra. Del destructor pasan a unas grandes balandras de madera
tiradas por lanchas motoras.
Oleaje. Un
cielo al alba. Estridentes explosiones. Ve sus primeros heridos. Ve los
balines de las shrapnel que al explotar caen a chorro perforando con cientos de
pequeños surtidores la superficie del agua. Ve la playa cada vez más cerca.
Salta de la embarcación. Ve que el agua le llega a los muslos. Oye el sonido de
fuego de fusilería procedente de algún lugar tras las empinadas laderas de la
playa. La costa es pedregosa.
A las ocho
todos los hombres forman en la orilla con las bayonetas caladas. Dawkins anota
en su diario:
Esperamos en la playa aproximadamente
una hora. El general y su Estado Mayor pasan de largo. El primero parece estar
de excelente humor, lo cual es un buen augurio. Nadie sabe exactamente lo que
ha pasado. El resto de nuestra compañía desembarca. Después yo y una patrulla
recorremos la playa en dirección sur en busca de agua. Encontramos un hoyo
lleno en las proximidades de una choza turca, dentro de la cual las pertenencias
de sus moradores están desparramadas por todas partes. Cruzamos la cresta de
una colina y bajamos por un profundo barranco, pero unos infantes detrás de
nosotros se ponen a gritar y tenemos que volver. Envío una escuadra a cavar un
pozo en las proximidades de la choza, otra a cavar un pozo tubular en el mismo
barranco, una tercera para mejorar el caudal de un pequeño manantial que hay
junto a la playa. En el barranco próximo a la choza aterrizan enjambres de
balas proyectadas demasiado alto que no han dado en el blanco. Los infantes de
la colina de enfrente no dejan de advertirnos con gritos frenéticos que nos
están disparando. Vaya si nos disparaban.
Y así continúa.
Dawkins y sus soldados corren de un lado a otro bajo los haces de balines de
las shrapnel, cavan, taladran, pasan tubos. Dos de sus hombres resultan
heridos: uno en el codo, el otro en el hombro. El temporizador de una shrapnel le
da a él en la bota pero sin producir herida. Hacia las diez de la noche escucha
el fragor de un intenso tiroteo —«un sonido magnífico»— proveciente de las
lomas que se elevan en la playa: un contraataque turco.80 De las elevadas
pendientes que mueren en la playa baja un fino pero constante reguero de
heridos. Dawkins ve a un coronel con evidentes signos de padecer algún tipo de
neurosis bélica dando órdenes de abrir fuego contra unas colinas mantenidas por
sus propias tropas. Luego ayuda a descargar municiones de una lancha.
Hacia las nueve
de la noche se va a acostar, «muerto de cansancio». Al cabo de una hora y
media, un comandante le despierta comunicándole que la situación es crítica.
Durante lo que queda de noche Dawkins se dedica a llevar refuerzos y municiones
hasta la muy presionada infantería de la primera línea. El tiroteo dura la
noche entera. Dawkins se acostará de nuevo hacia las tres y media de la
madrugada.
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