lunes, 9 de marzo de 2015


Krapotkin, 9 de diciembre de 1942
Ayer por la noche, partida hacia el XVII Ejército con el tren correo; resultó ser un automóvil colocado sobre las vías del tren, que remolcaba un vagón de mercancías. Tras un breve recorrido nos quedamos parados sobre los raíles una buena parte de la noche, bajo una tempestad de nieve. Logramos reunir un poco de leña, y así estuvo calentándonos du­rante una o dos horas una pequeña estufa.
 Por la mañana, llegada a Krapotkin; aquí he pasado el día entero aguardando el tren que debía llevarme a Beloréchenskaya. En el vestí bulo de la estación, grande y desnudo, estaban aguardando con impaciencia, igual que yo, muchos centenares de soldados. Permanecían de pie, reunidos en grupos silenciosos, o bien estaban sentados en sus equipajes. A ciertas horas se agolpaban delante de unas ventanillas en l
as que se repartía café o sopa. En aquella elevada sala se notaba la cercanía de las enormes fuerzas constrictivas que impelen a los seres humanos, pero que aún no se revelan a sus ojos: el titánico poder helado. De ahí la im­presión de que la voluntad está solicitada en todas sus fibras, mientras que la inteligencia permanece ociosa. Si se consiguiera tener una intui­ción pura de esto, en el cuadro de un pintor, por ejemplo, sería sin duda una gran distensión, un alivio. Pero tal cosa resulta imposible, como imposible resulta también el que ya en esta fase interprete los aconteci­mientos un gran historiador, o, mejor todavía, una novela. Pues ni si­quiera se conocen los nombres de los poderes que están contendiendo entre sí.

Pensamiento al ver aquello: «No es posible restaurar la libertad en el sentido en que se la entendió en el siglo XIX, que es lo que muchos si­guen soñando; la libertad ha de elevarse a la altura nueva y helada del proceso histórico y aun subir más arriba todavía: como un águila que so­brevuela las almenas que emergen del caos. También la libertad habrá de pasar por el dolor. Es preciso volver a merecerla».


Beloréchenskaya, 10 de diciembre de 1942

Partí de Krapotkin con quince horas de retraso, si bien es verdad que en estos lugares la palabra «retraso» pierde su significado. Es preciso instalarse de un salto en el estado vegetante, en el cual se cesa de sentir impaciencia.

En la vecindad del crimen las cosas pier­den su magia, su olor y sabor

Voroshílovsk, 2 de diciembre de 1942


El hálito del mundo de los desolladores resulta a veces tan per­ceptible que mata completamente las ganas de trabajar, de modelar imágenes y pensamientos. Las malas acciones tienen un carácter so­focante, deprimente; la campiña humana se torna inhóspita, como en ella se ocultase carroña. En la vecindad del crimen las cosas pier­den su magia, su olor y sabor. El espíritu se fatiga con las tareas se había propuesto y que lo ocupaban y reconfortaban. Mas es prec sámente contra eso contra lo que hay que luchar. Los colores de flores que brotan en la mortífera cresta no deben palidecer pa nuestros ojos ni aun cuando se hallen a un palmo del abismo. Esa la situación que yo describo en mi libro En los acantilados de mar.
Ernst Jünger
Radiaciones I

En el cementerio, el más abandonado que yo haya visto nunca en mi vida.

Voroshílovsk, 30 de noviembre de 1942

En el cementerio, el más abandonado que yo haya visto nunca en mi vida. Ocupa una superficie rectangular y está cerrado por un muro semiderruido. Llamativa la ausencia de nombres; no se ven apenas ins­cripciones ni en las losas cubiertas de musgo ni tampoco en las cruces de San Andrés erosionadas por el tiempo; esas cruces están talladas en una blanca piedra caliza de color pardo dorado. En una de aquellas cruces, es verdad, creí poder descifrar la palabra patera, escrita en caracteres griegos; me hizo pensar en Kubin y en Perla, su ciudad de sueños; muchas eran las cosas que aquí me recordaban esa ciudad.


Sobre las tumbas han crecido espesos matorrales; también proliferan por todas partes los cardos y los lampazos. En medio de todo aque­llo han sido excavadas nuevas fosas, en forma aparentemente capri­chosa, las cuales no están señaladas por ninguna cruz, ni de madera ni de piedra. Sólo huesos viejos blanquean sobre el removido terreno. Por allí estaban desparramadas, como en un puzzle, vértebras, costillas, tibias; también vi una verdosa calavera infantil que yacía junto al muro.

Ernst Jünger
Radiaciones I