Historia del Mundo
1918
Cuando era un muchacho y asistía a un mal colegio latino, la asignatura llamada "Historia del Mundo" se me antojaba algo infinitamente venerable, remoto, noble y poderoso, algo así como Jehová y Moisés. La historia del mundo había ocurrido anteriormente, había sido en un tiempo realidad y presente, había brillado y retumbado y ahora era algo acaecido hacía mucho tiempo, figuraba en los libros y era estudiado por los colegiales.
Lo último de la historia mundial que aprendíamos entonces los niños era la Guerra de los Setenta Años. Esto resultaba aún más asombroso y emocionante: nuestros padres y tíos habían participado en ella, y de haber durado dos años más aún la habríamos alcanzado nosotros. Qué magnífico debió ser: guerra, heroísmo, banderas al viento, generales a caballo, emperador nuevo. Como se nos aseguró con convencimiento y respeto, en esta guerra habían ocurrido milagros y hechos heroicos, había sido realmente magnífica y digna de la historia mundial y no como las de ayer, de hoy y de siempre.
Hombres y mujeres contribuyeron con inauditos esfuerzos y sufrieron inauditas penalidades, la masa del pueblo rió y lloró, entusiasmada por el vértigo de los acontecimientos. Gentes extrañas entre sí se abrazaban por las calles, el valor y el altruismo eran algo cotidiano... ¡Dios mío, haber podido vivir todo aquello! Las personas que nosotros conocíamos no habían sido héroes, ni siquiera los maestros que a determinadas horas nos relataban estas emocionantes historias, ni nuestros padres y tíos que habían tomado parte en tan grande y heroica contienda.
Pero algo de ello debía ser verdad, lo contaban gruesos tomos ilustrados, Bismarck pendía de todas las paredes, y aquel otoño se celebró la fiesta de Sedan, el día más hermoso del año.
Hasta los quince años no vi palidecer este oropel. Empecé a dudar de la venerabilidad de la historia mundial y dejé de creer que en otros tiempos las personas y los pueblos fuesen diferentes de hoy y no vivieran la vida cotidiana sino óperas y leyendas heroicas. Sabía que nuestros maestros tenían la misión de desorientarnos y deprimirnos al máximo y que exigían de nosotros virtudes de las que ellos carecían, y la historia del mundo que nos inculcaban debía ser un truco de los adultos para humillarnos y hacernos sentir pequeños.
El hecho de que yo pudiera pensar con esta falta de respeto en la historia mundial tenía sus motivos. Los adolescentes no viven de críticas y negaciones sino de sentimientos e ideales. Y en mi interior ya se había iniciado lo que aún perdura: empecé a desconfiar de las voces del exterior, y cuanto más oficiales eran tanto más desconfiaba. En general comencé a sentir que lo verdaderamente interesante y esencial, lo único que puede colmarnos, absorbernos y contener nuestro aliento, no se encuentra fuera de nosotros sino en nuestro interior. No quiero decir que supiera algo de esto entonces, pero lo presentía, y empecé a leer a los filósofos, liberar mi espíritu y profundizar en mis poetas preferidos, todo con el vago presentimiento de que éste era mi camino, el camino hacia mi mismo, y de que todos los demás caminos no eran los que yo necesitaba ni a los que yo pertenecía. Se había iniciado en mí lo que el cristiano llama "examen de conciencia" y el psicoanalísta, "introversión". No puedo decir que este camino, este modo de ser y de vivir, sea mejor que otro; sólo se que es necesario para el religioso y el poeta, los cuales jamás aprenderán, aunque quieran y se esfuercen por conseguirlo, lo que los nuevos maestros oficiales llaman "pensar históricamente".
Durante muchos años pude dejar que el mundo siguiera su curso y él a mí el mío. Yo consideraba lo que era importante para el mundo y ocupaba un lugar preponderante en discursos y editoriales, simple bombo y platillos, y el mundo por su parte consideraba lo que yo hacía y tenía por importante y sagrado, juegos y extravagancias. Y así podrían haber continuado las cosas. ¡Pero de pronto compareció de nuevo la historia del mundo! De repente todos los editoriales, profesores de universidad y catedráticos empezaron a afirmar que ahora volvía a ser un momento histórico, no cotidiano, y que había irrumpido la "gran hora". Nosotros los poetas y otros solitarios, a quienes esto no interesaba en absoluto, nosotros los religiosos, que advertíamos de la insensata petulancia y terrible despreocupación de nuestros dirigentes, dejamos de ser ahora unos poetas inofensivos que mueven a risa para convertirnos en enemigos de la patria, derrotistas, alarmistas y demás bonitos calificativos. Fuimos denunciados y apuntados en las Listas Negras, y en periódicos "bienintencionados" nos dedicaron venenosos artículos. En la vida privada ocurría lo mismo. Cuando en la primavera de 1915 pregunté a un amigo alemán porqué resultaba tan terrible la idea de ceder nuevamente Alsacia en determinadas circunstancias, él me hizo la observación de que en el plano personal me perdonaba muchas cosas, pero que si hablaba a otros de esta forma arriesgaría el pellejo.
Se continuaba hablando de la "gran hora", y yo continuaba sin vislumbrarla. Es decir, comprendía muy bien que para otros el presente fuera grande. Se lo parecía así porque para miles comenzaba a refulgir por primera vez un retazo de vida interior, un poco de alma. Viejas solteronas, que antes alimentaban animales domésticos, ahora podían cuidar a los heridos, y los jóvenes ofrecían la vida y comprendían su significado, hondamente estremecidos, por primera vez. Esto no era poco, sino algo grande, algo inaudito, pero , pero solamente lo era para aquellos que sabían pensar históricamente y conocían otras épocas. Para los demás, para los religiosos y los poetas, que también creían en Dios durante los día laborables y ya conocían de antes la existencia del alma, el presente no podía parecerles ni más grande ni más pequeño, puesto que con nuestro interior, con lo más íntimo de nuestro ser, no vivíamos en él.
Y lo mismo sigue ocurriendonos ahora, que ha vuelto a aparecer la historia del mundo y se representa una gran ópera. Mucha parte de lo que acontece corresponde a nuestros deseos: han caído potencias que llamábamos demoníacas y han desaparecido de la escena hombres malos y peligrosos a los que odiábamos y contra quienes luchábamos.
Pero a pesar de ello tampoco conseguiremos esta vez sumarnos a los grandes acontecimientos y vivir el vértigo de una nueva "gran hora". Sentimos el estremecimiento de la tierra, sufrimos por las víctimas, nos empobrecemos, pasamos hambre, pero no vemos en estos sufrimientos, ni en las banderas rojas, ni en las nuevas repúblicas, ni en los entusiasmos del pueblo, las cosas verdaderamente "grandes". También ahora sólo reconocemos y únicamente compartimos aquello que podemos considerar un auténtico enriquecimiento espiritual de la historia, una aparición de lo divino. Hubiéramos sentido una profunda compasión por el emperador, que era nuestro enemigo, si hubiera sabido retirase de una manera mas digna. Y el joven soldado que ha perdido la vida en la más ciega y absurda guerra por la patria y el emperador, nos es infinitamente más querido que el más inteligente de los oradores demócratas, que le increpan llamándole necio. Democracia y monarquía, estado federal o federación de estados, para nosotros es lo mismo, ya que preguntamos únicamente por el Cómo, nunca por el Qué. Y cuando un loco comete el acto más insensato con plena convicción, lo preferimos a todos los profesores que probablemente se pasarán ahora al nuevo régimen con la misma flexibilidad con que se inclinaron últimamente ante príncipes y altares. Somos partidarios ciegos de una "re valorización de todos los valores"; pero esta re valorización no ha de ocurrir en otra parte que en nuestros corazones.
Oigo las voces de aquellos que no ven en nuestro modo de pensar apocalíptico y no histórico más que una desdeñosa indiferencia de "intelectuales". Creen que somos gente que todo lo traslada al papel y para la cual la guerra y revolución, vida y muerte son sólo palabras. Es cierto que hay personas así, pero no tienen nada que ver con nosotros. Nosotros no carecemos de convicciones. No calificamos las convicciones de "buenas" y "malas", de derechas o de izquierdas, pero reconocemos dos clases de personas y juzgamos sólo según esta distinción: las que intentan vivir sus convicciones y las que se limitan a llevarlas en el bolsillo. La fidelidad alemana al emperador, que no ha podido soportar el tremendo giro de las circunstancias y se quita la vida románticamente al pie de un monumento, no es a nuestro juicio precisamente un modelo, pero la amamos y comprendemos, mientras que despreciamos al oportunista que hoy se expresa en la jerga revolucionaria con tanta elocuencia como ayer en el obsoleto lenguaje patriótico.
¡Cuánto ímpetu hay en el presente, cuántos corazones vuelven a palpitar apasionadamente estos días, llenos de abnegación y esperanza! ¡Cuántas cosas grandes pueden ocurrir! Nosotros los solitarios y predicadores del desierto no nos mantenemos apartados, no somos indiferentes, no nos sentimos sublimes, pero seguimos considerando que lo único "grande" tiene lugar en el alma humana. La conversión de la fe en el emperador en fe democrática no es para nosotros más que un cambio de bandera. ¡Ojalá fuera más que esto en muchos miles!
El fin de la guerra de cuatro años, conseguido estos días en el Oeste con el armisticio, no ha sido celebrado en ninguna parte. Este bando celebró la caída del despotismo, el otro, la victoria. El hecho de que en un momento determinado se interrumpiera el insensato tiroteo que ha durado cuatro horrible años, no ha impresionado realmente a nadie. ¡Mundo singular! ¿Por cuántas cosas mucho más pequeñas se vuelven a romper ya cristales de ventanas y también cráneos humanos?
Pero algo de ello debía ser verdad, lo contaban gruesos tomos ilustrados, Bismarck pendía de todas las paredes, y aquel otoño se celebró la fiesta de Sedan, el día más hermoso del año.
Hasta los quince años no vi palidecer este oropel. Empecé a dudar de la venerabilidad de la historia mundial y dejé de creer que en otros tiempos las personas y los pueblos fuesen diferentes de hoy y no vivieran la vida cotidiana sino óperas y leyendas heroicas. Sabía que nuestros maestros tenían la misión de desorientarnos y deprimirnos al máximo y que exigían de nosotros virtudes de las que ellos carecían, y la historia del mundo que nos inculcaban debía ser un truco de los adultos para humillarnos y hacernos sentir pequeños.
El hecho de que yo pudiera pensar con esta falta de respeto en la historia mundial tenía sus motivos. Los adolescentes no viven de críticas y negaciones sino de sentimientos e ideales. Y en mi interior ya se había iniciado lo que aún perdura: empecé a desconfiar de las voces del exterior, y cuanto más oficiales eran tanto más desconfiaba. En general comencé a sentir que lo verdaderamente interesante y esencial, lo único que puede colmarnos, absorbernos y contener nuestro aliento, no se encuentra fuera de nosotros sino en nuestro interior. No quiero decir que supiera algo de esto entonces, pero lo presentía, y empecé a leer a los filósofos, liberar mi espíritu y profundizar en mis poetas preferidos, todo con el vago presentimiento de que éste era mi camino, el camino hacia mi mismo, y de que todos los demás caminos no eran los que yo necesitaba ni a los que yo pertenecía. Se había iniciado en mí lo que el cristiano llama "examen de conciencia" y el psicoanalísta, "introversión". No puedo decir que este camino, este modo de ser y de vivir, sea mejor que otro; sólo se que es necesario para el religioso y el poeta, los cuales jamás aprenderán, aunque quieran y se esfuercen por conseguirlo, lo que los nuevos maestros oficiales llaman "pensar históricamente".
Hermann Hesse por Hedwig Storch en Wikipedia |
Durante muchos años pude dejar que el mundo siguiera su curso y él a mí el mío. Yo consideraba lo que era importante para el mundo y ocupaba un lugar preponderante en discursos y editoriales, simple bombo y platillos, y el mundo por su parte consideraba lo que yo hacía y tenía por importante y sagrado, juegos y extravagancias. Y así podrían haber continuado las cosas. ¡Pero de pronto compareció de nuevo la historia del mundo! De repente todos los editoriales, profesores de universidad y catedráticos empezaron a afirmar que ahora volvía a ser un momento histórico, no cotidiano, y que había irrumpido la "gran hora". Nosotros los poetas y otros solitarios, a quienes esto no interesaba en absoluto, nosotros los religiosos, que advertíamos de la insensata petulancia y terrible despreocupación de nuestros dirigentes, dejamos de ser ahora unos poetas inofensivos que mueven a risa para convertirnos en enemigos de la patria, derrotistas, alarmistas y demás bonitos calificativos. Fuimos denunciados y apuntados en las Listas Negras, y en periódicos "bienintencionados" nos dedicaron venenosos artículos. En la vida privada ocurría lo mismo. Cuando en la primavera de 1915 pregunté a un amigo alemán porqué resultaba tan terrible la idea de ceder nuevamente Alsacia en determinadas circunstancias, él me hizo la observación de que en el plano personal me perdonaba muchas cosas, pero que si hablaba a otros de esta forma arriesgaría el pellejo.
Se continuaba hablando de la "gran hora", y yo continuaba sin vislumbrarla. Es decir, comprendía muy bien que para otros el presente fuera grande. Se lo parecía así porque para miles comenzaba a refulgir por primera vez un retazo de vida interior, un poco de alma. Viejas solteronas, que antes alimentaban animales domésticos, ahora podían cuidar a los heridos, y los jóvenes ofrecían la vida y comprendían su significado, hondamente estremecidos, por primera vez. Esto no era poco, sino algo grande, algo inaudito, pero , pero solamente lo era para aquellos que sabían pensar históricamente y conocían otras épocas. Para los demás, para los religiosos y los poetas, que también creían en Dios durante los día laborables y ya conocían de antes la existencia del alma, el presente no podía parecerles ni más grande ni más pequeño, puesto que con nuestro interior, con lo más íntimo de nuestro ser, no vivíamos en él.
Y lo mismo sigue ocurriendonos ahora, que ha vuelto a aparecer la historia del mundo y se representa una gran ópera. Mucha parte de lo que acontece corresponde a nuestros deseos: han caído potencias que llamábamos demoníacas y han desaparecido de la escena hombres malos y peligrosos a los que odiábamos y contra quienes luchábamos.
Pero a pesar de ello tampoco conseguiremos esta vez sumarnos a los grandes acontecimientos y vivir el vértigo de una nueva "gran hora". Sentimos el estremecimiento de la tierra, sufrimos por las víctimas, nos empobrecemos, pasamos hambre, pero no vemos en estos sufrimientos, ni en las banderas rojas, ni en las nuevas repúblicas, ni en los entusiasmos del pueblo, las cosas verdaderamente "grandes". También ahora sólo reconocemos y únicamente compartimos aquello que podemos considerar un auténtico enriquecimiento espiritual de la historia, una aparición de lo divino. Hubiéramos sentido una profunda compasión por el emperador, que era nuestro enemigo, si hubiera sabido retirase de una manera mas digna. Y el joven soldado que ha perdido la vida en la más ciega y absurda guerra por la patria y el emperador, nos es infinitamente más querido que el más inteligente de los oradores demócratas, que le increpan llamándole necio. Democracia y monarquía, estado federal o federación de estados, para nosotros es lo mismo, ya que preguntamos únicamente por el Cómo, nunca por el Qué. Y cuando un loco comete el acto más insensato con plena convicción, lo preferimos a todos los profesores que probablemente se pasarán ahora al nuevo régimen con la misma flexibilidad con que se inclinaron últimamente ante príncipes y altares. Somos partidarios ciegos de una "re valorización de todos los valores"; pero esta re valorización no ha de ocurrir en otra parte que en nuestros corazones.
Oigo las voces de aquellos que no ven en nuestro modo de pensar apocalíptico y no histórico más que una desdeñosa indiferencia de "intelectuales". Creen que somos gente que todo lo traslada al papel y para la cual la guerra y revolución, vida y muerte son sólo palabras. Es cierto que hay personas así, pero no tienen nada que ver con nosotros. Nosotros no carecemos de convicciones. No calificamos las convicciones de "buenas" y "malas", de derechas o de izquierdas, pero reconocemos dos clases de personas y juzgamos sólo según esta distinción: las que intentan vivir sus convicciones y las que se limitan a llevarlas en el bolsillo. La fidelidad alemana al emperador, que no ha podido soportar el tremendo giro de las circunstancias y se quita la vida románticamente al pie de un monumento, no es a nuestro juicio precisamente un modelo, pero la amamos y comprendemos, mientras que despreciamos al oportunista que hoy se expresa en la jerga revolucionaria con tanta elocuencia como ayer en el obsoleto lenguaje patriótico.
¡Cuánto ímpetu hay en el presente, cuántos corazones vuelven a palpitar apasionadamente estos días, llenos de abnegación y esperanza! ¡Cuántas cosas grandes pueden ocurrir! Nosotros los solitarios y predicadores del desierto no nos mantenemos apartados, no somos indiferentes, no nos sentimos sublimes, pero seguimos considerando que lo único "grande" tiene lugar en el alma humana. La conversión de la fe en el emperador en fe democrática no es para nosotros más que un cambio de bandera. ¡Ojalá fuera más que esto en muchos miles!
El fin de la guerra de cuatro años, conseguido estos días en el Oeste con el armisticio, no ha sido celebrado en ninguna parte. Este bando celebró la caída del despotismo, el otro, la victoria. El hecho de que en un momento determinado se interrumpiera el insensato tiroteo que ha durado cuatro horrible años, no ha impresionado realmente a nadie. ¡Mundo singular! ¿Por cuántas cosas mucho más pequeñas se vuelven a romper ya cristales de ventanas y también cráneos humanos?
En: Esse, Hermann. Sobre la guerra y la paz.
7° ed. España, Noguer, 2003
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