viernes, 12 de diciembre de 2014

De nuevo Hermann Hesse. De lectura obligatoria....




UNA CARTA A ALEMANIA 1946

¡Es curioso lo que ocurre con las cartas de vuestro país! Durante muchos meses una carta procedente de Alemania signi­ficó para mí un acontecimiento raro en verdad y casi siempre fausto. Me traía la noticia de que algún amigo continuaba con vida, después de mucho tiempo de no saber nada de él y de haberme preocupado a su respecto. Y significaba un pequeño vínculo, por muy inseguro y casual que fuese, con el país que hablaba mi lengua, al cual yo había confiado la obra de mi vida y que hasta hace algunos años me había dado el pan y la justifica­ción moral de mi trabajo. Una carta semejante llegaba siempre por sorpresa, siempre por caminos y atajos inesperados, no con­tenía habladurías sino sólo cosas importantes, y con frecuencia había sido escrita precipitadamente, mientras la esperaba un camión de la Cruz Roja o un emigrante que volvía a su casa, o llegaba meses después de haber sido escrita en Hamburgo, Halle o Nuremberg y de dar un rodeo por Francia o América, adonde la había llevado consigo un amable soldado con ocasión de un permiso.

Después las cartas se hicieron más largas y frecuentes, y empe­zaron a llegar muchas de los campos de prisioneros de todos los países, tristes hojas de papel escritas tras las alambradas de cam­pos en Egipto y Siria, Francia, Italia, Inglaterra, Estados Unidos, y entre estas cartas había muchas que no me procuraban ninguna alegría y a las que no tardé en perder el gusto de contestar. En la mayoría de estas cartas de prisioneros abundaban las quejas, abundaban también los insultos, se pedían ayudas imposibles, se prodigaban ironías acerca de Dios y se criticaba el mundo y a veces incluso se insinuaban amenazas de una próxima guerra. Habia nobles excepciones, pero eran muy raras. En general sólo hablaban de lo mucho que tenían que soportar y se quejaban amargamente de la injusticia del prolongado cautiverio. De los otros, de los que como soldados alemanes habían disparado con­tra el mundo durante años, no se decía ni una sola palabra. Yo recordaba siempre una frase de un libro sobre la guerra escrito por un alemán durante la época de la marcha sobre Rusia. El autor, por otra parte inofensivo y tolerablemente libre de la men­talidad nazi, confesaba en él que la idea de morir atormentaba bastante a todos los soldados, mientras que la otra, la idea de matar, era considerada únicamente una cuestión "táctica". Todos los autores de estas cartas daban la culpa a Hitler, ningu­no era cómplice.

HermannHesse-Home.jpg
Autoretrato
en: http://www.mascultura.com.mx/anivluc_hermann_hesse
Un prisionero en Francia, que no era ningún niño sino un industrial y padre de familia, con doctorado y extensa cultura, me formulaba la pregunta: ¿qué debía haber hecho, en mi opinión, un alemán digno y decente durante los años de Hitler? No habría podido evitar nada ni hacer nada contra Hitler, pues esto hubiera significado una locura, la pérdida del pan y la libertad y, final­mente, incluso la vida. La devastación de Polonia y Rusia, el sitio y después la demente resistencia de Stalingrado hasta el terrible final tampoco había carecido de peligro, y sin embargo los solda­dos alemanes se comportaron con total entrega. ¿Y por qué no habían descubierto a Hitler hasta 1933? ¿No tendrían ya que haberle conocido por lo menos desde el putsch de Munich? ¿Por qué no habían aprovechado el único fruto esperanzador de la pri­mera guerra mundial, la república alemana, y en lugar de apoyarla y colaborar con ella la habían saboteado casi unánime­mente y optado después por Hitler, bajo el cual ser un hombre decente significaba un peligro mortal? Yo recordaba a los autores de semejantes cartas que la desgracia alemana no había empeza­do con Hitler, y que ya en el verano de 1914 el frenético júbilo del pueblo ante el mezquino ultimátum austríaco a Serbia hubiese debido poner en guardia a muchos. Les relaté lo que tuvimos que luchar y sufrir durante aquellos años Romain Rolland, Stefan Zweig, Franz Masereel, Annette Kolb y yo. Pero esto no inmutó a ninguno de ellos, no querían escuchar ninguna respuesta, nin­guno queria entrar realmente en una discusión ni hacer el esfuer­zo de pensar y aprender.

También me escribió un venerable y anciano sacerdote ale­mán, un hombre piadoso que bajo el mandato de Hitler había re­sistido valientemente y sufrido lo suyo: no había leído hasta aho­ra mis consideraciones, escritas veinticinco años atrás, sobre la primera guerra mundial, y como alemán y como cristiano coinci­día conmigo palabra por palabra. Pero también debía decir a fuer de sincero que si hubiera leido estos escritos entonces, cuando eran nuevos y actuales, los habría repudiado con indignación porque en aquella época, como cualquier alemán decente, era un patriota y un nacionalista convencido.

Las cartas se hicieron más y más frecuentes, y ahora, desde que me llegan por correo ordinario, mi casa se ve invadida día tras día por un pequeño diluvio, más de lo que conviene y de lo que puedo leer. Existen cientos de remitentes, pero en el fondo sólo hay cinco o seis clases de cartas. Con excepción de unos pocos documentos totalmente auténticos, personales e irrepeti­bles de esta época de gran aflicción —y entre estos pocos se cuen­ta como uno de los mejores su preciada carta—, todos estos escri­tos son expresión de determinadas actitudes y necesidades, siem­pre reiteradas y a menudo reconocibles demasiado fácilmente. Muchos de sus autores quieren aseverar, consciente o inconscien­temente, su inocencia en la tragedia alemana, en parte de cara al destinatario, en parte de cara a la censura y en parte de cara a sí mismos, y no pocos de ellos tienen sin duda buenos motivos para realizar estos esfuerzos.

Existen, por ejemplo, todos aquellos viejos conocidos que antes me escribieron durante años y que dejaron de hacerlo en el momento en que observaron que mantener correspondencia con­migo, una persona muy vigilada, podía acarrearles algo desagra­dable. Ahora me comunican que están vivos, que siempre han pensado efusivamente en mí y me han envidiado la suerte de vivir en el paraíso de Suiza, y que, como ya puedo imaginarme, nunca han simpatizado con estos malditos nazis. Sin embargo, muchos de estos conocidos han sido miembros del Partido durante años. Ahora me explican detalladamente que todos estos años han estado siempre con un pie en el campo de concentración, y yo tengo que contestarles que sólo puedo tomar en serio a los enemi­gos de Hitler que han estado con ambos pies en aquellos campos, y no a los que tenían uno en el campo y otro en el Partido. También les recuerdo que los residentes en el "paraíso" de Suiza teníamos que contar todos los días durante los años de guerra con la amistosa visita de los demonios pardos, y que en nuestro paraíso las cárceles y los patíbulos esperaban a los que estába­mos en la lista negra. De todos modos he de reconocer que de vez en cuando los nuevos organizadores de Europa nos ofrecían a las ovejas negras cebos muy atractivos. Por ejemplo, yo recibí bas­tante tarde y ante mi asombro, a través de un conciudadano y colega de nombre conocido, la invitación de visitar Zurich por cuenta "suya" para dialogar juntos sobre mi ingreso en la Aso­ciación de Colaboracionistas Europeos, fundada por el ministerio Rosenberg.

También existen ingenuas aves de paso que me escriben que alrededor de 1934, después de enconadas luchas interiores, ingre­saron en el Partido para ejercer desde él una bienhechora influen­cia contra sus elementos salvajes y brutales, etc.
Otros tienen complejos más privados y encuentran, mientras viven en profunda aflicción y están rodeados de aflicciones mucho más importantes, papel, tinta, tiempo y temperamento en abundancia para manifestarme en largas cartas su hondo despre­cio por Thomas Mann y su sentimiento y su indignación por el hecho de que yo sea amigo de semejante hombre.
Otro grupo está formado por algunos colegas y amigos de tiempos pasados que todos estos años pasearon abierta e inequí­vocamente en el carro triunfal de Hitler. Ahora me escriben car­tas de amabilidad conmovedora, me cuentan con detalle su vida cotidiana, los daños causados por las bombas, sus apuros domés­ticos, la vida de sus hijos y nietos, como si no hubiera ocurrido nada, como si no se interpusiera nada entre nosotros, como si no hubieran colaborado en la muerte de los parientes y amigos de mi mujer, que es judía, y en el descrédito y finalmente la destrucción de toda mi obra. Ni uno de ellos escribe que lo lamenta, que ahora ve las cosas de otro modo, que estaba obcecado. Y ni uno solo escribe tampoco que ha sido nazi y seguirá siéndolo, que no lamenta nada y continúa fiel a su causa. ¿Dónde hay un solo nazi que siga fiel a su causa cuando esta causa se ha hundido? ¡Oh!, es para provocar náuseas.

Un número menor de corresponsales espera de mí que ahora recupere la nacionalidad alemana, vuelva a mi país y colabore en su reeducación. Pero son muchos más los que me exhortan a levantar mi voz por todo el mundo y protestar como neutral y representante de la humanidad contra los abusos o las negligen­cias de los ejércitos de ocupación. ¡Qué ingenuo es esto, qué total ignorancia supone del mundo y de la actualidad, qué conmove­dora y vergonzosamente infantil resulta!

Es probable que a usted no le causen asombro todas estas insensateces en parte pueriles y en parte maliciosas, pues es posi­ble que las conozca mejor que yo. Me indica usted que me ha escrito una larga carta sobre la situación espiritual de su pobre patria, pero que no me la ha remitido por motivos de censura. Pues bien, yo quería darle sólo una idea de lo que ahora me ocu­pa la mayor parte del día, y al mismo tiempo explicarle por qué hago imprimir esta carta que le escribo. Como es natural, me resulta imposible contestar los montones de cartas que, en su mayoría, me piden y esperan de mí cosas impracticables, pero entre ellas hay algunas de las cuales no puedo inhibirme. Ahora enviaré a sus autores esta carta impresa, aunque sólo sea porque todos se preocupan por mí con tan buena intención.

Su grata carta no puede clasificarse bajo ninguna categoría, no contiene una sola palabra rutinaria y tampoco -¡maravilloso en la Alemania actual!- una sola palabra de queja o de acusación.

Su carta valiente e inteligente, y lo que contiene sobre su propio destino, me ha conmovido profundamente. ¡De modo que tam­bién usted, como nuestro fiel amigo, ha sido largo tiempo espiado, retenido en los calabozos de la Gestapo e incluso condenado a muerte! Al leerlo he sentido un hondo pesar, tanto más cuanto que mis cartas, pese a toda la cautela, han incrementado su desa­zón, pero en realidad sus noticias no me han sorprendido. Porque a usted no le he imaginado jamás con un pie en la cárcel o el campo y el otro en el Partido, sino que nunca he dudado de que es valiente y está despierto, como conviene a sus ojos claros y a su inteligencia, y de que estaba en el lado correcto. Y por añadi­dura corrió el más grave peligro.

Verá, con la mayoría de mis corresponsales alemanes tengo poco de qué hablar. Hay muchas cosas similares a las ocurridas al final de la primera guerra mundial, y actualmente soy más vie­jo y desconfiado que entonces. Así como hoy todos mis amigos alemanes están de acuerdo a la hora de enjuiciar a Hitler, tam­bién lo estuvieron entonces, cuando se fundó la república alema­na, al enjuiciar al militarismo, la guerra y la violencia. Todo el mundo fraternizó, algo tarde pero con efusión, con nosotros los antibelicistas, y Gandhi y Rolland fueron venerados casi como santos. "¡Nunca más la guerra!", era el eslogan. Pero algunos años después Hitler pudo atreverse a su putsch de Munich. Por eso no tomo demasiado en serio la unanimidad actual en conde­nar a Hitler, y no veo en ella la mínima garantía de un cambio de actitud política, ni siquiera de un conocimiento y una experiencia política. Pero tomo en serio, y muy en serio, el cambio de actitud, la purificación y la madurez de todo individuo que, en la terrible aflicción, en el doloroso martirio de estos años, se ha abierto al camino hacia sí mismo, al camino hacia el corazón del mundo, a la vista de la eterna realidad de la vida. Estos hombres han sentido, experimentado y sufrido el gran misterio exactamente igual como yo lo sentí en los amargos años posteriores a 1914, sólo que ha ocurrido bajo una presión mucho mayor, bajo sufrimien­tos más duros, y no cabe duda de que son innumerables los que en el camino hacia este despertar y esta experiencia se han derrumbado y han muerto antes de poder alcanzar la madurez.

Tras las alambradas de un campo de prisioneros en África me escribe un capitán alemán sobre recuerdos de La casa de los muertos de Dostoievski y de Siddharta, sobre sus esfuerzos, en medio de una vida despiadada que sólo permite momentos de soledad, por recorrer el sendero de la contemplación y llegar a su interior "sin que la voluntad de separación de todos los primeros planos se haga definitiva". Un antiguo prisionero de la Gestapo escribe: "He aprendido mucho gracias al cautiverio, y las penas burguesas ya no me afligen". Éstas son experiencias positivas, testimonios de la vida real, y podría mencionar muchas otras fra­ses similares si tuviera el tiempo y la vista para releer todas estas cartas.

Su pregunta sobre mi estado es fácil de contestar. Soy viejo y estoy cansado, y la destrucción de mi obra, iniciada por los ministerios de Hitler y culminada por las bombas americanas, ha dado a mis últimos años un tono general de decepción y pena. Mi consuelo reside en que este tono es dominado a veces por muchas pequeñas melodías y aún me es posible vivir muchas horas en el reino de lo eterno. Para que quede algo de mi obra, de vez en cuando hago imprimir una edición suiza de algún libro agotado desde hace años; no pasa de ser un gesto, ya que naturalmente estas impresiones existen sólo para Suiza.

La edad y el anquilosamiento hacen progresos, muchas veces la sangre se niega a regar debidamente el cerebro. Pero estos males también tienen a fin de cuentas su lado bueno: ya no se percibe todo con tanta claridad y vehemencia, muchas cosas no se oyen bien, no se siente en absoluto más de un golpe o alfilera­zo, y una parte del ser, la que una vez se llamó Yo, ya está donde pronto estará todo.


Entre las cosas buenas para cuya percepción y goce todavía me quedan órganos, que todavía me procuran placer y dominan los tonos sombríos, se cuentan los raros, pero así y todo claros, indicios de la supervivencia de una Alemania espiritual auténtica, que ahora busco y no encuentro en la actividad de los actuales dirigentes de la cultura y demócratas coyunturales, pero que sí aparecen en las felices expresiones de preparación, decisión y valentía, de confianza y esperanza sin ilusiones, como las sinteti­zadas en su carta. Por ello le doy las gracias. Cuidad el germen, manteneos fieles a la luz y el espíritu; sois muy pocos, pero sois tal vez la sal de la tierra.

Hermann Hesse
Sobre la guerra y la paz.
Barcelona, Noguer, 2003

lunes, 8 de diciembre de 2014

Patria (a un combatiente correntino de Malvinas)

PATRIA

Me duele esa palabra.
Se me escapa. La siento.
Tal vez quedó encerrada 
en libros de colegio.

Ella está allí, presente,
en labios de Belgrano y su dolor,
Muriendo...
Palpitaba,
cerca del San Lorenzo,
con el grito de furia
del moreno Sargento.

Yo la sentí allá lejos,
porque llevaba adentro
el mandato severo
de San Martín, que, enfermo
cruzó la mole inmensa de Los Andes
llevando libertad a otros pueblos
que también vislumbraban
la santidad del reto:
Libertad, ella exige esa palabra
que siento muy adentro.
La sentí, sobre todo
cuando las vi, a lo lejos,
Emerger de aguas nuestras,
silenciosas, dolientes...
como diciendo: ¡¿Han vuelto?!

Y en aquel día de mayo
en otro bombardeo 
sobre Puerto Argentino
cuando entre la humareda
sonaba el Himno nuestro
yo fui ese sapukai
que se clavó en el cielo.

Han pasado treinta años.
solo quedan recuerdos:
caminar esas calles,
trepar por esos cerros,
enfrentar a esos gringos
venidos de muy lejos
pretendiendo imponernos
un servilismo ajeno
a nuestros sentimientos

Yo era un gurí - decían-
los hombres de mi pueblo,
pero ese muchachito
-y como yo eran cientos-
dejamos bien sentado
hacia los cuatro vientos
que cuando se pelea,
se sufre... y aún muriendo
esa sola palabra
tiene el valor inmenso
de aunarnos en la gloria
de haber sido capaces
de defender lo nuestro.

No recuerdo como llegó a mi

la hoja dice que pertenece a

Keiko Pomarada Mauriño 

(Madre de un combatiente)

para ver y escuchar

de Raúl Porchetto, es la más bella canción, me llama la atención son igual a mí ... ¿porqué estuve matando?: https://www.youtube.com/watch?v=K51hd7pECoM

de Alejandro Lerner, una letra muy significativa: https://www.youtube.com/watch?v=aUxF9IJotvM

de Soledad Pastorutti: una gran canción, https://www.youtube.com/watch?v=zPlICSCf8ro

de Rata Blanca, Gente del sur: https://www.youtube.com/watch?v=4jmn0L14OY0
La soledad no es mal camino,
en este mundo todo está mal.
la sociedad sigue mostrando
que es solamente parte del mal.
Puedo contarte tristes historias
que en estas tierras viví.
puedo sentir hondas heridas
que mortifican mi ser,
por ver tanta injusticia.
Madres de hoy lloran sus hijos
en una plaza de la ciudad.
y el gran imperio bebió la sangre
del que pedia su libertad.
No se muy bien cuál fue la gloria
en esta guerra del sur.
hoy puedo ver miles de cruces
en estas islas que dios
nos dió a todos los hombres.
En soledad hoy los recuerdo,
gente valiente del sur.
y la verdad sólo es divina,
sólo es cuestión de esperar
que dios haga justicia.

domingo, 30 de noviembre de 2014

Para mirar y pensar ...



Para mirar y pensar sobre las contradicciones del ser humano y sobre todo en lo que decía Aberdi, "...el hombre de guerra no merece la amistad del hombre de paz..."

Una verdad más...

Feliz Navidad 1914 - Joyeux noël

Documental: https://www.youtube.com/watch?v=JDSSSGZd3fA

Pipas de la paz, Paul McCartney
https://www.youtube.com/watch?v=Q2R_F2cNdlw

Trailer de la película: https://www.youtube.com/watch?v=YhBtOcxpTog
La película se encuentra en you tube.

Juan Bautista Alberdi II. La Guerra Justa.

La palabra Guerra Justa, envuelve un contrasentido salvaje; es lo mismo que decir, crimen justo, crimen santo, crimen legal.

No puede haber guerra justa, porque no hay guerra juiciosa.

La guerra es la pérdida temporal del juicio. Es la enajenación mental, especie de locura o monomanía, más o menos crítica y transitoria.

Al menos es un hecho que, en el estado de guerra, nada hacen los hombres que no sea una locura, nada que no sea malo, feo, indigno del hombre bueno.
Francisco de Goya y Lucientes, serie de grabados Los desastres de la Guerra (1808-1814)
¿No es sintomático que Goya haya querido
imprimir la salvaje visión del hombre en guerra?
De una y otra parte, todo cuanto hacen los hombres en guerra para sostener su derecho, como llaman a su encono, a su egoísmo salvaje, es torpe, cruel, bárbaro.
No alcanza con matar.
El hombre en guerra no merece la amistad del hombre en paz. La guerra, como el crimen, sabe suspender todo contacto social alrededor del que se hace culpable de ese crimen contra el género humano; como el que riñe obliga a las gentes honestas a apartar sus miradas del espectáculo inmoral de su violencia.

Guerra civilizada es un barbarismo equivalente al de barbarie civilizada.
Excluir a los salvajes de la guerra internacional, es privar a la guerra de sus soldados naturales

En: Alberdi, Juan Bautista. El crimen de la guerra 
1° ed., Buenos Aires, Claridad, 2009.

Tres preguntas:

1. ¿Haber participado de la guerra es lo que produce el silencio? ¿Por sentido moral?
2. ¿Existe la forma civilizada de guerra?
3. ¿Qué de esos pasajes de diarios de guerra, en los cuales leemos, cosas como, si hubiese paz podría haber sido mi compañero de pesca?

jueves, 27 de noviembre de 2014

Jueves 20 de Agosto de 1914


SMS Helgoland

Allí mismo se encontraba cuando estalló la guerra.

Richard recuerda que los ánimos estaban decaídos cuando el buque (SMS Helgoland) en el puerto debido a que las noticias que les habían ido llegando mientras navegaban en alta mar no eran nada excitantes; la gente se quejaba por doquier y decía: "Tanto revuelo para nada". Sin embargo, a nadie se le permitió desembarcar; al contrario, cargaron municiones y descargaron lo superfluo. Hacia las cinco y media se dio la señal de "todo el mundo a cubierta" y los hombres se apresuraron a formar. Después, uno de los oficiales de la nave, con mucha decisión y un papel en la mano, les hizo saber que esa noche tanto el ejército como la Armada serían movilizados: "Ya sabéis lo que eso significa: guerra". La orquesta del buque tocó con brío una melodía patriótica que todos entonaron con entusiasmo. "Nuestra alegría y excitación no tenía limite y duraron hasta muy entrada la noche".

Richard Stumpf
en: http://www.damals.de/de
/8/Matrosentagebuecher
-berichten-aus-dem-Kriegsalltag.html?aid
=191331&cp=9&action=showDetails

Pero en medio de todos esos vítores se barrunta ya una extraña asimetría. La energía desatada es colosal y parece arrastrar a todo el mundo. Stumpf toma nota, entre otras cosas y no sin satisfacción, de que varios escritores radicales que se han hecho famosos por sus acerbas y reiteradas críticas a la era del Kaiser Guillermo II ahora redacten altisonantes soflamas de solemne patriotismo. Lo que queda anegado en este maremoto de emociones inflamadas es la cuestión de porqué hay que luchar. Son muchos los que como Stumpf creen saber de qué va la cosa "en realidad" y "esa causa real" está ya sepultada bajo el hecho de estar en lucha. La guerra muestra los primeros signos de convertirse en su propio objetivo. Pocos son ya los que mencionan Sarajevo.





Englund, Peter. La Belleza y el dolor de la Guerra.
La primera guerra mundial en 227 fragmentos.
3° ed, Barcelona, Roca Ed., 2011

martes, 25 de noviembre de 2014

Cuidado se ha metido algún spam al blog, mientras lo analizo y lo quito tengan cuidado

JUAN BAUTISTA ALBERDI - ALGUNAS FRASES

Juan Bautista Alberdi.jpg
Daguerrotipo tomado en Chile
entre 1850-53 en Wikipedia

Muerto en 1884, este gran jurista argentino, también desde el exilio, escribe "El crimen de la guerra"
un gran ensayo que nos permitirá ir develando algunos de los misterios que estudiamos al respecto


1. El crimen de la guerra. Esta palabra nos sorprende, sólo en fuerza del grande hábito que tenemos de esta otra, que es realmente incomprensible y monstruosa: el derecho de guerra, es decir, el derecho de homicidio, del robo, del incendio, de la devastación en la más grande escala posible; porque esto es la guerra, y si no es esto, la guerra no es la guerra.

2. La democracia no se engaña en su aversión instintiva al cesarismo. Es la antipatía del derecho a la fuerza como base de autoridad; de la razón al capricho como regla de gobierno.
La espada de la justicia no es la espada de la guerra. La justicia, lejos de ser beligerante, es ajena de interés y es neutral en el debate sometido a su fallo. La guerra deja de ser guerra si no es el duelo de dos litigantes armados que hacen justicia mutua por la fuerza de su espada.
La espada de la guerra es la espada de la parte litigante, es decir, parcial y necesariamente injusta.

3. El crimen de la guerra reside en las relaciones de la guerra con la moral, con la justicia absoluta, con la religión aplicada y práctica, porque esto es lo que forma la ley natural o el derecho natural de las naciones, como de los individuos. Que el crimen sea cometido por uno o por mil, contra uno o contra mil, el crimen en sí mismo es siempre el crimen.

Se irán publicando más frases
con el tiempo.

En: Alberdi, Juan Bautista. El crimen de la guerra 
1° ed., Buenos Aires, Claridad, 2009 

lunes, 10 de noviembre de 2014

Escrito hace casi un siglo. Historia del Mundo por Hermann Hesse

Historia del Mundo
1918

Cuando era un muchacho y asistía a un mal colegio latino, la asignatura llamada "Historia del Mundo" se me antojaba algo infinitamente venerable, remoto, noble y poderoso, algo así como Jehová y Moisés. La historia del mundo había ocurrido anteriormente, había sido en un tiempo realidad y presente, había brillado y retumbado y ahora era algo acaecido hacía mucho tiempo, figuraba en los libros y era estudiado por los colegiales.

Lo último de la historia mundial que aprendíamos entonces los niños era la Guerra de los Setenta Años. Esto resultaba aún más asombroso y emocionante: nuestros padres y tíos habían participado en ella, y de haber durado dos años más aún la habríamos alcanzado nosotros. Qué magnífico debió ser: guerra, heroísmo, banderas al viento, generales a caballo, emperador nuevo. Como se nos aseguró con convencimiento y respeto, en esta guerra habían ocurrido milagros y hechos heroicos, había sido realmente magnífica y digna de la historia mundial y no como las de ayer, de hoy y de siempre.

Hombres y mujeres contribuyeron con inauditos esfuerzos y sufrieron inauditas penalidades, la masa del pueblo rió y lloró, entusiasmada por el vértigo de los acontecimientos. Gentes extrañas entre sí se abrazaban por las calles, el valor y el altruismo eran algo cotidiano... ¡Dios mío, haber podido vivir todo aquello! Las personas que nosotros conocíamos no habían sido héroes, ni siquiera los maestros que a determinadas horas nos relataban estas emocionantes historias, ni nuestros padres y tíos que habían tomado parte en tan grande y heroica contienda.

Pero algo de ello debía ser verdad, lo contaban gruesos tomos ilustrados, Bismarck pendía de todas las paredes, y aquel otoño se celebró la fiesta de Sedan, el día más hermoso del año.

Hasta los quince años no vi palidecer este oropel. Empecé a dudar de la venerabilidad de la historia mundial y dejé de creer que en otros tiempos las personas y los pueblos fuesen diferentes de hoy y no vivieran la vida cotidiana sino óperas y leyendas heroicas. Sabía que nuestros maestros tenían la misión de desorientarnos y deprimirnos al máximo y que exigían de nosotros virtudes de las que ellos carecían, y la historia del mundo que nos inculcaban debía ser un truco de los adultos para humillarnos y hacernos sentir pequeños.

El hecho de que yo pudiera pensar con esta falta de respeto en la historia mundial tenía sus motivos. Los adolescentes no viven de críticas y negaciones sino de sentimientos e ideales. Y en mi interior ya se había iniciado lo que aún perdura: empecé a desconfiar de las voces del exterior, y cuanto más oficiales eran tanto más desconfiaba. En general comencé a sentir que lo verdaderamente interesante y esencial, lo único que puede colmarnos, absorbernos y contener nuestro aliento, no se encuentra fuera de nosotros sino en nuestro interior. No quiero decir que supiera algo de esto entonces, pero lo presentía, y empecé a leer a los filósofos, liberar mi espíritu y profundizar en mis poetas preferidos, todo con el vago presentimiento de que éste era mi camino, el camino hacia mi mismo, y de que todos los demás caminos no eran los que yo necesitaba ni a los que yo pertenecía. Se había iniciado en mí lo que el cristiano llama "examen de conciencia" y el psicoanalísta, "introversión". No puedo decir que este camino, este modo de ser y de vivir, sea mejor que otro; sólo se que es necesario para el religioso y el poeta, los cuales jamás aprenderán, aunque quieran y se esfuercen por conseguirlo, lo que los nuevos maestros oficiales llaman "pensar históricamente".


Hermann Hesse por Hedwig Storch
en Wikipedia

Durante muchos años pude dejar que el mundo siguiera su curso y él a mí el mío. Yo consideraba lo que era importante para el mundo y ocupaba un lugar preponderante en discursos y editoriales, simple bombo y platillos, y el mundo por su parte consideraba lo que yo hacía y tenía por importante y sagrado, juegos y extravagancias. Y así podrían haber continuado las cosas. ¡Pero de pronto compareció de nuevo la historia del mundo! De repente todos los editoriales, profesores de universidad y catedráticos empezaron a afirmar que ahora volvía a ser un momento histórico, no cotidiano, y que había irrumpido la "gran hora". Nosotros los poetas y otros solitarios, a quienes esto no interesaba en absoluto, nosotros los religiosos, que advertíamos de la insensata petulancia y terrible despreocupación de nuestros dirigentes, dejamos de ser ahora unos poetas inofensivos que mueven a risa para convertirnos en enemigos de la patria, derrotistas, alarmistas y demás bonitos calificativos. Fuimos denunciados y apuntados en las Listas Negras, y en periódicos "bienintencionados" nos dedicaron venenosos artículos. En la vida privada ocurría lo mismo. Cuando en la primavera de 1915 pregunté a un amigo alemán porqué resultaba tan terrible la idea de ceder nuevamente Alsacia en determinadas circunstancias, él me hizo la observación de que en el plano personal me perdonaba muchas cosas, pero que si hablaba a otros de esta forma arriesgaría el pellejo.

Se continuaba hablando de la "gran hora", y yo continuaba sin vislumbrarla. Es decir, comprendía muy bien que para otros el presente fuera grande. Se lo parecía así porque para miles comenzaba a refulgir por primera vez un retazo de vida interior, un poco de alma. Viejas solteronas, que antes alimentaban animales domésticos, ahora podían cuidar a los heridos, y los jóvenes ofrecían la vida y comprendían su significado, hondamente estremecidos, por primera vez. Esto no era poco, sino algo grande, algo inaudito, pero , pero solamente lo era para aquellos que sabían pensar históricamente y conocían otras épocas. Para los demás, para los religiosos y los poetas, que también creían en Dios durante los día laborables y ya conocían de antes la existencia del alma, el presente no podía parecerles ni más grande ni más pequeño, puesto que con nuestro interior, con lo más íntimo de nuestro ser, no vivíamos en él.

Y lo mismo sigue ocurriendonos ahora, que ha vuelto a aparecer la historia del mundo y se representa una gran ópera. Mucha parte de lo que acontece corresponde a nuestros deseos: han caído potencias que llamábamos demoníacas y han desaparecido de la escena hombres malos y peligrosos a los que odiábamos y contra quienes luchábamos.

Pero a pesar de ello tampoco conseguiremos esta vez sumarnos a los grandes acontecimientos y vivir el vértigo de una nueva "gran hora". Sentimos el estremecimiento de la tierra, sufrimos por las víctimas, nos empobrecemos, pasamos hambre, pero no vemos en estos sufrimientos, ni en las banderas rojas, ni en las nuevas repúblicas, ni en los entusiasmos del pueblo, las cosas verdaderamente "grandes". También ahora sólo reconocemos y únicamente compartimos aquello que podemos considerar un auténtico enriquecimiento espiritual de la historia, una aparición de lo divino. Hubiéramos sentido una profunda compasión por el emperador, que era nuestro enemigo, si hubiera sabido retirase de una manera mas digna. Y el joven soldado que ha perdido la vida en la más ciega y absurda guerra por la patria y el emperador, nos es infinitamente más querido que el más inteligente de los oradores demócratas, que le increpan llamándole necio. Democracia y monarquía, estado federal o federación de estados, para nosotros es lo mismo, ya que preguntamos únicamente por el Cómo, nunca por el Qué. Y cuando un loco comete el acto más insensato con plena convicción, lo preferimos a todos los profesores que probablemente se pasarán ahora al nuevo régimen con la misma flexibilidad con que se inclinaron últimamente ante príncipes y altares. Somos partidarios ciegos de una "re valorización de todos los valores"; pero esta re valorización no ha de ocurrir en otra parte que en nuestros corazones.

Oigo las voces de aquellos que no ven en nuestro modo de pensar apocalíptico y no histórico más que una desdeñosa indiferencia de "intelectuales". Creen que somos gente que todo lo traslada al papel y para la cual la guerra y revolución, vida y muerte son sólo palabras. Es cierto que hay personas así, pero no tienen nada que ver con nosotros. Nosotros no carecemos de convicciones. No calificamos las convicciones de "buenas" y "malas", de derechas o de izquierdas, pero reconocemos dos clases de personas y juzgamos sólo según esta distinción: las que intentan vivir sus convicciones y las que se limitan a llevarlas en el bolsillo. La fidelidad alemana al emperador, que no ha podido soportar el tremendo giro de las circunstancias y se quita la vida románticamente al pie de un monumento, no es a nuestro juicio precisamente un modelo, pero la amamos y comprendemos, mientras que despreciamos al oportunista que hoy se expresa en la jerga revolucionaria con tanta elocuencia como ayer en el obsoleto lenguaje patriótico.

¡Cuánto ímpetu hay en el presente, cuántos corazones vuelven a palpitar apasionadamente estos días, llenos de abnegación y esperanza! ¡Cuántas cosas grandes pueden ocurrir! Nosotros los solitarios y predicadores del desierto no nos mantenemos apartados, no somos indiferentes, no nos sentimos sublimes, pero seguimos considerando que lo único "grande" tiene lugar en el alma humana. La conversión de la fe en el emperador en fe democrática no es para nosotros más que un cambio de bandera. ¡Ojalá fuera más que esto en muchos miles!

El fin de la guerra de cuatro años, conseguido estos días en el Oeste con el armisticio, no ha sido celebrado en ninguna parte. Este bando celebró la caída del despotismo, el otro, la victoria. El hecho de que en un momento determinado se interrumpiera el insensato tiroteo que ha durado cuatro horrible años, no ha impresionado realmente a nadie. ¡Mundo singular! ¿Por cuántas cosas mucho más pequeñas se vuelven a romper ya cristales de ventanas y también cráneos humanos?


En: Esse, Hermann. Sobre la guerra y la paz. 
7° ed. España, Noguer, 2003

sábado, 8 de noviembre de 2014

Navidad 1917 - Hermann Hesse

Navidad - Diciembre 1917

"...Ahora, al acercarse la cuarta Navidad de la guerra, el sabor de la lengua se ha hecho invencible. Celebro la Navidad, naturalmente, porque tengo hijos pequeños a los que no quiero negar una alegría. Pero celebro esta Navidad infantil del mismo modo que en mi actividad de guerra festejo la Navidad de los prisioneros, como un solemne acto oficial que se repite todos los años con el mismo polvoriento sentimentalismo. Enviamos bonitos paquetes y cajas adornados con ramas de abeto a los pobres prisioneros de de guerra a quienes dejamos languidecer desde hace tres años como si fueran criminales; es conmovedor, y yo mismo siento una fuerte emoción al pensar en la reacción del prisionero que recibe su pequeño regalo e imaginarme el aluvión de recuerdos que puede asaltarle cuando huela la rama de abeto. Pero esto a fin de cuentas, no es mas que otro sentimentalismo.

Y así como mantenemos encerrados a los prisioneros durante años, aunque lo único que han hecho ha sido dejarse sorprender en una ofensiva o en el curso de un reconocimiento, y después, en Navidad, visitamos a estos pobres cientos de miles y millones de hombres con un regalo sentimental, para recordarles la fiesta del amor, lo mismo hacemos con nuestros hijos. Una vez al año les dejamos conmemorar la leyenda del amor divino, somos cariñosos con ellos durante toda la velada, junto al árbol navideño, y en general les educamos para el mismo destino que hoy todos maldecimos.


Si el prisionero de guerra a quien envío el bonito paquete de Navidad me lo arroja a la cara y pisotea la sentimental rama de abeto, tendrá toda la razón...


...Cuantos sacerdotes y personas piadosas se lamentan de que la fe y con ella la felicidad del mundo, ha desaparecido, tienen razón. Nuestra actitud hacia todos los valores reales del hombre es de una barbarie y una crudeza desconocidas en el mundo desde hace siglos. Esto se patentiza en nuestra actitud hacia la religión, en nuestra actitud hacia el arte y en nuestro mismo arte...

Hermann Hesse
Retrato de Ernst Würtenberg - 1868-1934
Wikipedia
  

...Antes de que volvamos a celebrar la Navidad y despachemos con un mendaz sustituto del sentimiento a lo eterno y único importante que hay en nosotros, es necesario que adquiramos conciencia de todas nuestras miserias, incluso aunque nos lleve a la desesperación. La culpa de nuestra desgracia, la culpa de la insignificancia y la pobreza de nuestra vida, la culpa de la guerra, la culpa del hambre, la culpa de todo lo malo y todo lo triste no la tiene una idea o un principio, la tenemos nosotros, nosotros mismos. Y solo  puede rectificarse a través de nosotros, de nuestro discernimiento y voluntad.

...Es exactamente igual que después volvamos a adoptar y de nuevo hagamos nuestra la doctrina de Jesús o vayamos en busca de otras formas. La doctrina de Jesús y la doctrina de Lao-Tsé, la doctrina de los Vedas y la doctrina de Goethe es la misma en lo que se refiere a lo eterno en el ser humano. Sólo existe una doctrina. Sólo  existe una religión. Sólo existe una felicidad. Mil formas, mil predicadores, pero solo una llamada, sólo una voz. La voz de Dios no viene del Sinaí ni de la Biblia, la esencia del amor, de la belleza, de la santidad no está en el cristianismo ni en la antigüedad ni en Goethe ni en Tolstoi, está en tí, en tí y en mí, en cada uno de nosotros. Ésta es la antigua y única verdad, eternamente válida. Es la doctrina del "reino de los cielos", que llevamos en "nuestro interior".

...¡Iluminad árboles de Navidad para vuestros hijos! ¡Dejad que entonen canciones navideñas! Pero no os engañéis a vosotros mismos, no permanezcáis satisfechos para siempre de ese pobre y barato sentimiento conque celebráis vuestras fiestas. ¡Sed más exigentes con vosotros mismos! Porque el amor y la alegría, ese algo misterioso que llamamos "felicidad", no está aquí o allí sino "en nuestro interior".
En:  Esse, Herman. Sobre la guerra y la paz.
7° ed. España, Noguer, 2003 

martes, 14 de octubre de 2014

La batalla del Tenaru

La batalla del Tenaru, 21 de agosto de 1942 por Robert Leckie


Mi casco por almohada,
un poncho por lecho,
sobre el pecho cruzado el fusil,
las estrellas girando en el cielo.
El susurro del kunai,
el murmullo del mar,
la suspirante palmera y la noche tan calma
no revelan ningún enemigo.
¡Oíd!, en la orilla del río tan silenciosa
hombres que dormís
http://nosolobatallassgm.blogspot.com.ar
/2012/05/batalla-del-rio-tenaru.html
ese grito extranjero al otro lado del arroyo.
¡Arriba! ¡Disparad al sonido!
Barriendo el banco de arena
que bloquea el Tenaru
al grito de banzai una hueste
jura destruir a los pocos que somos.
¡A los fosos y trincheras!
¡Matadlos con fusiles y cuchillos!
Alimentadlos de plomo hasta que mueran
y sus esposas se queden viudas.
Hijos de las madres que os dieron
el honor y el don del nacimiento,
golpead con el cuchillo hasta que sangre y vida
corran por la tierra.
Marines, mantened la fe en vuestra gloria,
proteged vuestra temblorosa trinchera.
La intrusa caricia del acero nipón
no puede penetrar en vuestra alma.
Se acercan, atacan todos aullando,
sus pechos son blancos grandes.
El arma debe temblar, las balas hacer
una masacre de su ataque.
Rojos son los trazadores,
amarillos los proyectiles que estallan,
ronco es el grito de los hombres que mueren,
agudos los gemidos de los heridos.
¡Dios, cómo retrocede asustada la noche!
Chilla con chipas naranjas.
La sacudida del mortero y el estrépito del cañón
han crucificado la oscuridad.
Caen, los enemigos vacilantes
bajo nuestras armas yacen amontonados.
Con el resplandor verdoso de las bengalas
vemos la cosecha conseguida.
El primer feroz asalto
ha sido roto y contenido.
¡Martilleados y heridos, desde pozos y trincheras,
nos alzamos al ataque!
El día estalla pálido desde el cañón de un arma,
la vacilante noche ha huido.
A la luz del amanecer el enemigo ha trazado
una línea tras sus muertos.
Nuestros tanques traquetean,
asoman nuestros fusileros.
Sus corazones han conocido nuestra bayoneta.
Todo termina con un grito.
«¡Alto el fuego!» Las palabras resuenan
sobre las montañas de muertos.
La batalla está ganada, el Sol Naciente
yace acribillado en la llanura.
San Miguel, ángel de la batalla,
te alabamos ante Dios en las alturas.
El enemigo que nos diste era fuerte y valiente
y no temía la muerte.
Háblale al Señor de nuestros camaradas,
muertos cuando la batalla parecía perdida.
Fueron a recibir una brillante derrota:
el holocausto del héroe.
Falsa es la alabanza al vencedor,
vacío nuestro orgullo vivo.
Para los que cayeron no hay infierno,
tampoco para los valientes que murieron.

jueves, 25 de septiembre de 2014

Desesperación de José de Espronceda



Desesperación


José de Espronceda

Me gusta ver el cielo
con negros nubarrones
y oír los aquilones
horrísonos bramar,
me gusta ver la noche
sin luna y sin estrellas,
y sólo las centellas la tierra iluminar.

Me agrada un cementerio de
muertos bien relleno, manando
sangre y cieno que impida el respirar,
y allí un sepulturero de tétrica mirada
con mano despiadada los cráneos
machacar.

Me alegra ver la bomba caer mansa
del cielo, e inmóvil en el suelo, sin
mecha al parecer, y luego
embravecida que estalla y que se
agita y rayos mil vomita y muertos
por doquier.

Que el trueno me despierte con su
ronco estampido, y al mundo
adormecido le haga estremecer, que
rayos cada instante caigan sobre él
sin cuento, que se hunda el
firmamento me agrada mucho ver.

La llama de un incendio que corra
devorando y muertos apilando
quisiera yo encender; tostarse allí
un anciano, volverse todo tea, y oír como
chirrea ¡qué gusto!, ¡qué placer!

Me gusta una campiña de nieve
tapizada, de flores despojada, sin
fruto, sin verdor, ni pájaros que
canten, ni sol haya que alumbre y
sólo se vislumbre la muerte en
derredor.

Allá, en sombrío monte, solar
desmantelado, me place en sumo
grado la luna al reflejar, moverse las
veletas con áspero chirrido igual al
alarido que anuncia el expirar.

Me gusta que al Averno
lleven a tos mortales y allí
todos los males les hagan
padecer; les abran las
entrañas, les rasguen los
tendones, rompan los
corazones sin de ayes caso
hacer.

Insólita avenida que inunda
fértil vega, de cumbre en
cumbre llega, y arrasa por
doquier; se lleva los ganados
y las vides sin pausa, y
estragos miles causa, ¡qué
gusto!, ¡qué placer!

Las voces y las risas, el juego,
las botellas, en tomo de las
bellas alegres apurar; y en
sus lascivas bocas, con
voluptuoso halago, un beso a
cada trago alegres estampar.

Romper después las copas,
los platos, las barajas, y
abiertas las navajas,
buscando el corazón; oír
luego los brindis mezclados
con quejidos que lanzan los
heridos en llanto y confusión.

Me alegra oír al uno pedir a
voces vino, mientras que su
vecino se cae en un rincón; y
que otros ya borrachos, en
trino desusado, cantan al
dios vendado impúdica
canción.

Me agradan las queridas
tendidas en los lechos, sin
chales en los pechos y flojo el
cinturón, mostrando sus
encantos, sin orden el
cabello, al aire el muslo
bello... ¡Qué gozo!, ¡qué ilusión!